Después de más de 3.000 kilómetros de mantener rumbo al sur, la Ruta Nacional 3 dobla al oeste tras cruzar Ushuaia y el asfalto se acaba al entrar al Parque Nacional Tierra del Fuego; luego gira en U en un bosque de lengas y coihues y termina sobre el pasto de un claro en la bahía Lapataia, en un punto que está más al sur que cualquier otro lugar habitado del planeta: El Fin del Mundo.
La única forma de expresar la emoción desde la moto, sin soltar el manubrio y dentro del casco cerrado debido a una persistente llovizna, era con la bocina. Los turistas que se tomaban fotos con el cartel que señala el fin de la ruta voltearon el oír los bocinazos y aplaudieron, como si adivinaran el duro camino recorrido, o que la misma moto rodó también por el extremo opuesto del país, en La Quiaca , unos 5.200 kilómetros al norte.
Los fuertes vientos, que dilataron varios días el viaje, amainaron al amparo de la cola de la Cordillera de los Andes que protege a Ushuaia y permite que en Lapataia reine un microclima, con altos bosques entre ríos y lagos y una fauna autóctona y exótica que no se ve en otros puntos tan australes.
“Esto no es el Fin del Mundo, acá empieza el Mundo”, dijo a modo de aclaración un guardaparques, parafraseando un slogan fueguino de promoción de la isla. Para el visitante sigue siendo un punto extremo del mundo y la emoción es la misma.
No había vientos de superficie, pero las nubes corrían tan rápido que de la llovizna y el cielo encapotado se pasó, en cuestión de minutos, a una tarde radiante de sol. Desde la costa, contrariamente a lo que se podía esperar en el Fin del Mundo, no se veía un mar infinito hasta el horizonte tras el cual se podría adivinar la Antártida , sino la margen opuesta de la angosta bahía, con la isla Redonda en el medio y, allende el Canal de Beagle y entre oscuras nubes que se alejaban, la isla chilena Navarino.
Unas pasarelas de madera permiten caminar sobre la turba de milenarios pastos muertos -pero nunca descompuestos ni secos, gracias al frío y la humedad- y atravesar arroyos e hilos de agua, cerca de casales de cauquenes y algunas ratas-liebre que se confunden con los conejos importados que se volvieron silvestres y a la vez se confunden con éstas.
Por el borde norte de la bahía, la Senda Costera lleva a Ensenada Zaratiegui –conocida popularmente como bahía Ensenada- por una playa de guijarros junto a suaves olas transparentes que reflejan el verde de los guindos, o “árbol bandera”, cuyas copas fragmentadas como nubes se prolongan hacia el mar como si se esforzaran por alejarse de las barrancas rocosas en que crecen. Los llaollaos, típicos hongos andino patagónicos, se destacan amarillos sobre los oscuros nudos de éstas y otras especies arbóreas.
En el bosque graznaban las bandurrias y se oía el picoteo furioso de los carpinteros sobre las lengas, a las que eligen por su blanda madera, lo mismo que los castores, que la utilizan para construir sus diques. En La Castorera y los arroyos Negro y Castor, maravillan esas obras de ingeniería que forman embalses que son el hábitat de estos roedores, pero también alarma ver los bosques arrasados, con troncos quebrados y ramas peladas cual esqueletos secos, como después de un incendio forestal, a causa de esta especie importada que se convirtió en plaga.
Sobre la margen izquierda del río Lapataia y del lago Roca, hay campings y sitios para picnics, donde conejos y liebres corretean próximos a los turistas. Desde allí, una caminata de unas dos horas lleva hasta el “hito 24” , en el cordón Pirámide, que marca el límite con Chile, que es un virtual mirador desde el cual se tiene una espectacular panorámica de toda la bahía.
Otra opción, en el extremo oriental del parque, es bordear el río Pipo hasta la cascada homónima, con sus saltos espumosos el en punto donde se estrecha entre grandes bloques de piedra marrón que se destacan en medio del suave y húmedo verde del suelo y los arbustos con flores multicolores. A pocos metros y por una trocha muy angosta pasa el turístico Ferrocarril Austral Fueguino –antiguo tren de la prisión-, hoy tan bien cuidado, prolijo y pulido que parece de juguete, como si estuviera siempre preparado para la foto –y quizás es así-, a diferencia de otros trenes históricos del país, como el Trochita de Chubut y Río Negro o los de Entre Ríos, en los que se nota que son usados por gente de verdad.
Ya de vuelta en el asfalto, aparecieron la estación del tren -que de lejos también semeja una maqueta armada por un puntilloso arquitecto- un bar y luego, ya en el asfalto, las primeras casas que de a poco anuncian la cercanía del conglomerado urbano de Ushuaia. Entonces, después de llegar a ese punto extremo y empezar a desandar el camino, se tiene la sensación de que el guardaparques tenía razón, que ese vértice sureño del país no es el fin de algo, sino que allí nace el Mundo.-
ageo
Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado en la revista "Recorriendo la Patagonia")
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