miércoles, 19 de mayo de 2010

EL CONCIERTO MÁS LARGO DEL MUNDO

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TOCÓ GUITARRA 100 HORAS PARA EL GUINNESS Y A BENEFICIO DE VICTIMAS DELTERREMOTO EN CHILE

Una nueva marca para el Libro Guinness de los Records estableció en Chubut el guitarrista argentino Guillermo Terraza, al tocar 100 horas seguidas, a beneficio de las víctimas del terremoto en Chile.

El fin de semana viajé a Comodoro Rivadavia, la capital del petróleo, para cubrir El Guitarrazo, que había empezado el miércoles mi amigo Terraza en esa ciudad del Atlántico. A Guillermo lo conocí en Italia en 2003, cuando dirigía la compañía en la que tuve una breve experiencia bailando tango de manera profesional durante los Festivales de Verano en ese país.
El llamado "Concierto Más Largo del Mundo” se realizó en el club de boxeo La Fábrica (en la ex planta de Kenia). Lo acompañaron en forma rotativa otros músicos, bailarines y cantantes, ante un público que también se iba renovando con el correr de las horas.

A las 23.11 del sábado sumó 73 horas y 16 minutos, con lo que destronó al indio Akashap Gupta, quien en 2009 había tocado 73 horas 15 en su país. Guillermo quería llegar a las 120 pero los médicos no le autorizaron más de 106, por lo que se conformó con completar la marca fijada en 100.

En la madrugada del sábado, cuando iban unas 55 horas, cabeceó algunas veces y parecía que su vigilia acababa, pero el público y artistas que lo acompañaban reforzaron su aliento, en tanto médicos y enfermeros le colocaban compresas frías en los músculos que comenzaban a agotarse. En la tarde y noche de ese día llegaron nuevos amigos y colegas y su ánimo pareció renovarse.
Llegada la noche nuevamente entró en una etapa que parecía de transe, como dormido con los ojos abiertos, y en los descansos de 30 segundos entre los temas, hablaba poco y me parecía que hilaba con dificultad las frases.
Después del concierto, me contó que es una técnica de concentración que usa para descansar el cuerpo y mantener la mente despierta; algo así como el "sueño blanco" de los colectiveros y camioneros, aunque menos riesgoso.
Además, acumulaba los cinco minutos de descanso por hora que permite el Guinness para tomarse una hora completa, aunque hasta la madrugada del domingo casi no había dormido y sólo recibía masajes. Después de las 4 de ese día, se tomó su primera siesta verdadera, cuando ya estaba disfónico, con unas amplias ojeras y las yemas y uñas destrozadas, pese a que sus asistentes los cubrían con bálsamos, cicatrizantes y hasta La Gotita.


El domingo a la tarde llegó a las 90 horas y la euforia del publico y amigos parecía renovar sus fuerzas a cada momento. Se levantaba, se envolvía con la bandera argentina, tocaba de pie y animaba a los otros músicos.
A la 1.54 del lunes, el reloj que contaba los segundos -que fueron coreados por el público en el último minuto- pasó de 99.59.59 al cero total, al llegar a su límite de 100 horas, pero él siguió unos minutos más, sin dejar la guitarra mientras lo felicitaban, lo abrazaban y lo besaban.
Luego el escenario y quienes estaban en él fueron regados con champán y, tras recibir el certificado del fiscal del Guinness, Mike Janeta, quien llegó desde Nueva York para el Guitarrazo, Terraza se entregó a un descanso reparador.
Sin embargo, durmió sólo cinco horas y a la noche me invitó a una cena para un reducido grupo de amigos, en la que él cocinó unos fideos con una espectacular salsa de frutos de mar. Creo que está totalmente loco, qué bueno.
Terraza nació en Comodoro y entró al Libro Guinness en 2000, al tocar 36 horas seguidas en esa ciudad. Luego se superó tres veces en Italia -donde reside- al tocar 41 horas en 2003, 42 en 2005, y 50 horas en 2008.
Para obtener fondos durante El Guitarrazo, se colocaron urnas para donaciones, se realizaron sorteos y se cobró 10 pesos la entrada, todo fiscalizado por la Federación de Comunidades Extranjeras de Comodoro, que reúne 23 grupos de inmigrantes. De todos modos, hasta ayer, la Secretaría de Cultura de Comodoro no me supo informar cuánto se recaudó.
La organización estuvo a cargo de la Municipalidad local y contó con el apoyo del gobierno de Chubut, la Federación de Comunidades Extranjeras y el Consulado de Chile.-

Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado parcialmente por la Agencia de Noticias Télam - Argentina)


viernes, 14 de mayo de 2010

Parque Provincial TEYÚ CUARÉ


TEYÚ CUARÉ O “CUEVA DE LAGARTOS”, EN MISIONES

El camino es un tajo rojo que serpentea entre el verde y permite alejarse en pocos minutos de San Ignacio y pasar de esa isla urbana al tórrido ambiente natural de la selva.

Las calles empedradas, el incesante desfile de turistas con sombrillas y cámaras que visitan las ruinas jesuíticas y los vendedores de artesanías que los persiguen, quedan atrás y el trazado ondulante conduce al Parque Provincial Peñón del Teyú Cuaré, a ocho kilómetros de esa ciudad misionera, junto al río Paraná.
Sus 78 hectáreas son diferentes al resto de la provincia, tanto en su origen geológico como en flora y fauna. Es una zona de transición entre selvas mixtas y campos, con especies que migran de un ambiente a otro según la época, en especial una gran variedad de saurios. Por eso el nombre de Teyú Cuaré, que significa “cueva del lagarto”, en guaraní.
La tierra colorada es sólida y maciza –no como los caminos polvorientos del mismo color que quedaron atrás del lado paraguayo- y la moto se asienta en la huella soleada, aunque cuando la selva se cierra, la sombra conserva la humedad y el suelo se vuelve blando y hay que pelear con los barriales que quedan de las lluvias que se alternan casi a diario con el sol radiante.
“Imposible perderse”, dijo un lugareño, ya que el peñón es inconfundible con sus más de 150 metros de altura a pico sobre la costa, pero para los foráneos todos esos caminos son iguales y un error en una bifurcación nos lleva a Playa del Sol, un claro junto al río, con césped y zona de picnic. Muy tentador en la tarde bochornosa, pero no es la meta.
De vuelta en el camino correcto hay algunos tramos bordeados de arbustos de hojas gigantes, pasamos bajo un arco natural de troncos y ramas a escasa altura y sobre hilos de agua rojiza que cruzan la huella y, en las sombras, surgen nubes de tábanos y mosquitos, entre otros insectos voladores. Cada tanto, algún rancho solitario, con perros ladran desganados y los cebúes se alteran con el ruido del escape.
Las lomas, cada vez más frecuentes y pronunciadas, terminan en un abra verde donde el techo de ramas termina y aparece el peñón, tan grande que parece al alcance de la mano desde varios centenares de metros, cubierto de vegetación salvo del lado del río. Es como un cerro cortado al medio por el Paraná
.Los paraguayos dicen que desde su orilla ven una gran cara tallada en ese frente, que les parece el rostro de un indio; en una zona de profunda raigambre católica debido a las misiones jesuíticas, algunos aseguran que ven el rostro de Cristo.
Tras apagar el motor, sólo se oye el trinar de los pájaros –hay más de 100 especies en la zona- y comienzan a aparecer lagartos, lagartijas e iguanas desde incontables cuevas en las rocas; una víbora verde y amarilla que contrasta con el rojo del suelo se detiene un instante y luego se pierde camuflada entre los pastos. Hormigas voladoras, rojas y grandes como avispas, zumban amenazantes junto a un alto hormiguero colorado –un tacurú- donde miles de sus pares sin alas trabajan como tales.
La subida por la escalinata de bloques de piedra -250 anchos peldaños, dicen los lugareños- es agotadora y demanda varios descansos, en los que se puede apreciar, abajo, el tupido verde cambiante, como un mar embravecido que oculta los caminos de acceso y sólo se abre para dar paso al Paraná, turbulento y rojizo, aunque celeste por reflejo del cielo.
Mientras delgadas y nerviosas lagartijas huyen entre las piedras, mariposas de todos los colores revolotean en grupos y se posan en los brazos y ropas como para abrevar del sudor.
Desde la cima, coronada por una cruz hecha con troncos, se ve la costa de Santa Ana, a unos 20 kilómetros al sur; las praderas de Paraguay y, al pie del crestón, la isla conocida como “el barco hundido”, que desde arriba, efectivamente parece una nave escorada.
En la cumbre se puede recorrer el “Sendero de la Selva”, unas galerías de unos 500 metros, bordeadas de paredes de vegetación baja y cerrada que en algunos tramos lo asemejan a un laberinto.
Cuando el crepúsculo desangra sobre Paraguay, el aire se torna más fresco y se oye una infinidad de cantos de pájaros y hasta algún mono aullador. También el zumbido de remolinos de mosquitos enardecidos al caer el sol, que no huyen ante los primeros murciélagos, resulta ensoredecedor. Es momento de descender y regresar a una habitación con mosquitero en alguna posada de San Ignacio.-

Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado en el Suplemento Internacional de Turismo del diario La Razón - Argentina)

lunes, 10 de mayo de 2010

SÁBADOS DE IDA Y VUELTA

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* CUENTO*



Entró al supermercado, como otros sábados, ya avanzada la tarde, y respiró con placer el fresco aire climatizado que la envolvió desde su ingreso al gigantesco edificio. Tomó un carrito de los más grandes y dudó si le alcanzaría para toda la mercadería, porque haría compras para toda una semana.
Los niños estaban con el padre en el club y no le causarían problemas, como aquella vez que Tomás rompió los frascos de dulce, o cuando se extravió Pamela, o el desparramo de frutas rodando por el piso que causo Facundo. Comenzó a recorrer las góndolas con tranquilidad, como si se tratara de un paseo y, como al descuido, colocaba los productos envasados en el carrito. “Tres de atún... dos de pulpos... paté de ganso... champiñones... los palmitos para Augusto... ¿dónde está la salsa golf?... algunas sopas instantáneas... las cajas de cereales importados para los chicos, los Müslix... ¡¿para qué carajo le pondrán diéresis a las palabras?!, murmuró irritada, y estrujó con fuerza una caja y la dejó en el estante. Siguió recorriendo. Tomaba los productos y los observaba haciendo girar la mano, como quien examina la superficie de una manzana antes de morderla y, si les daba el visto bueno, los colocaba en el canasto sin prestar atención al precio.
En la pescadería, mientras calculaba la capacidad del freezer para hacer el pedido de pejerreyes, surubíes y mariscos, ante la mirada expectante del vendedor, recordó los otros pescados, los que comía cuando vivía junto al río; allí sólo podía aspirar a bagres, sábalos o, en el mejor de los casos, alguna boga, que comían pese a las advertencias de las autoridades sobre la polución en esas aguas. Hizo la compra sin contemplar las cantidades, casi con apuro, como para tapar el recuerdo, y pidió que lo enviaran directamente a la caja en el momento de abonar, para que no perdiera frío. Pasó al sector lácteo y arrasó, casi indiscriminadamente, con distintos tipos de quesos, varios litros de yogur y leche vitaminizada, flanes, postres, manteca y margarina. Poco después, cuando colocó las cajas de dulces y las mermeladas, comenzó a preocuparse por acomodar bien la mercadería, porque ya había cargado más de la mitad del carrito y todavía le faltaba pasar por la panadería, elegir los vinos, carnes, pastas, fiambres, artículos de limpieza y perfumería y regalos para los niños y Augusto. Nada debía faltar en su hogar; nunca más privaciones, pensó, y esa vez no pudo evitar que regresara la imagen de El Tortuga, con sus veintidós años, más de una década atrás, y la suya, cuando pese a su apellido español era La Gringa -apodo típico para las rubias naturales de cualquier origen en los barrios suburbanos poblados de morochos criollos o inmigrantes de países vecinos-, besándose a la salida del colegio nocturno, poco antes de su inicio sexual, que se dio en un baldío durante el festejo del Año Nuevo; y el casamiento de apuro a fines de ese verano en que no se presentó a ninguno de los exámenes de las materias pendientes del cuarto año y que marcó el fin de los sueños de amor y grandeza que desde pequeña le habían alentado las telenovelas de la tarde y la pila de revistas de actualidad que dejó en su cuarto, al que nunca volvió tras el reproche y la dura pelea con sus padres, que no fueron al casamiento, y a quienes aseguró, al alejarse definitivamente del hogar, que triunfaría en la vida y nunca regresaría al humilde barrio. Y nunca lo hizo: Luego de convivir con sus suegros hasta poco después del inevitable aborto espontáneo, cuando ya la relación con éstos era insostenible, debieron ir a la incipiente villa miseria que se estaba formando junto al río. La municipalidad los obligó a dejar el puesto de venta de baratijas en la feria callejera porque no tenían habilitación, y El Tortuga se dedicó entonces al cirujeo por la costa. Sólo su orgullo y vergüenza le impidieron volver con sus padres y únicamente por eso permaneció en la casilla, junto a él, con su creciente resentimiento. En cada anochecer sentía una profunda repugnancia al ver la encorvada figura de su marido que regresaba tirando del carro de madera, que se tambaleaba sobre dos viejos y desparejos neumáticos, con desperdicios para seleccionar y vender; sensación que aumentaba más tarde, cuando esa figura se encorvaba sobre su cuerpo en medio de sus ruegos para que no la dejara nuevamente embarazada porque sería imposible mantener un hijo en medio de tanta pobreza, aunque en realidad la espantaba la sola idea de que El Tortuga pudiera ser el padre de un hijo suyo. Ella colaboraba con la economía hogareña lavando y planchando ropas de las familias adineradas de la zona alta, más allá del terraplén, cruzando la avenida; las que además les regalaban ropa vieja y algunos artículos domésticos usados. Apiló las bolsas de pan y galletitas cuidadosamente sobre otros envases y algunos pollos deshuesados que ya superaban el borde del carro, que se movía pesadamente pero con suavidad sobre los lubricados ejes, sin que ella tuviese que esforzarse para seguir recorriendo. Al pasar por la frutería hizo espacio para poner bananas, manzanas, cítricos, un ananá, higos... “¡No, higos no! -se dijo tras leer el cartel con el precio del fruto-, detesto las palabras con hache!”. Se dirigía a las cajas cuando hizo la última compra, en la góndola de artículos de tocador: su champú, con manzanilla, especial para cabellos rubios; el mismo con que se había lavado la cabeza en un balde la tarde que cambió su vida, cuando tras mirarse el espejo reflexionó que pese a todo era rubia, joven, y aún tenía buena figura, y tomó la trascendental decisión. Al día siguiente se puso un liviano vestido de verano y sandalias, se pintó con restos de cosméticos, todo -como el champú- regalado por sus clientes, y salió a buscar trabajo. Augusto, uno de los directores de la empresa que había publicado el aviso, le dijo, tras una fácil prueba de dactilografía, que el puesto era suyo; esa misma noche y las siguientes la llevó a cenar y a compartir su departamento y después la acercaba a su hogar en su moderno coche blanco, aunque sin entrar a la villa. Pocos días después, sin previo aviso, abandonó a El Tortuga para siempre y se instaló definitivamente en la casa de su ex efímero jefe y amante y se convirtió en su mujer, y desde entonces no usó más ropa regalada ni debió trabajar. Sonrió al recordar la felicidad de los nacimientos de Facundo, Pamela y Tomás, y las nuevas amistades, y los viajes, automóviles, embarcaciones y la vida lujosa con que había soñado de pequeña y que a partir de entonces era una realidad.
Se ubicó en una de las largas filas frente a las cajas y, un momento después, le pidió al joven que estaba detrás de ella que le cuidara el lugar mientras iba a buscar algo que olvidó comprar; él asintió y ella agradeció con una amable sonrisa sin separar los labios. Caminó entre varias góndolas y salió del supermercado por el otro extremo, exactamente a noventa y seis cajas de distancia. Afuera sintió que la noche, pesada y húmeda, se le pegaba al cuerpo y le preocupó, porque empezaría a transpirar. Al llegar al estacionamiento se descalzó y caminó sobre el césped que lo bordeaba; le gustaba sentir el suave verde bajo los pies, que se le mojaron al cruzar la calle; continuó varias cuadras por las veredas parquizadas aún húmedas y olientes a tierra mojada tras el riego vespertino hasta que atravesó la avenida, donde comenzaba el oscuro terraplén al final del cual se distinguían las tenues luces; allí se calzó nuevamente los zapatos blancos, porque ya no había césped sino pasto crecido, y basura, que aumentaban a medida que descendía hacia el caserío junto al río; eran preferibles los zapatos que le regaló la viuda de Estévez, que le apretaban, antes que alguna cortadura infecciosa; se olió las axilas y temió haber transpirado la blusa de la señora de Suárez, o la falda, que debía entregar al día siguiente, lavadas y planchadas, como lo venía haciendo desde hacía muchos años. Se apresuró porque Susana, la hija mayor, quizás habría salido como siempre, por ahí, y el más pequeño, Juancito, estaría mojado y sucio, llorando solo en la casilla, y si El Tortuga había regresado con los dos del medio, que los sábados lo acompañaban en la recorrida por los basurales, y no la encontraba en la casa se pondría furioso, como había ocurrido un mes antes, y le pegaría nuevamente, aunque nunca tanto como aquella vez cuando descubrió que varios días había salido a escondidas a buscar trabajo y sospechó algo sobre su relación con alguien que una noche, tarde, la acercó hasta la avenida en un moderno coche blanco, y entonces la golpeó por primera vez, la llamó puta y le escupió en la cara en medio de la paliza en la que ella perdió un diente que le borró para siempre su anterior sonrisa abierta. Afortunadamente no se enteró que después ella quiso irse con Augusto, quien la esquivó varias veces y luego ni siquiera accedió a incorporarla a la empresa, como se lo había prometido, porque "mentiste, nena, no terminaste el colegio secundario, como pusiste en la ficha, y además yo no puedo tener una secretaria que es mala dactilógrafa, se come las haches y no sabe qué son las diéresis".-

Por Gustavo Espeche Ortiz
(1r. Premio Concurso Literario Canal Literatura - España)

miércoles, 5 de mayo de 2010

TANGO Y TURISMO

LOS FUNCIONARIOS DESCONOCEN EL PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD QUE DEBEN PRESERVAR

A raíz de un reciente debate en Facebook sobre tango y turismo, traigo el tema, con esta foto que tomé en la Feria Internacional de Turismo (FIT) en la Rural de Palermo, y que oportunamente publiqué en FB con el título "LAMENTABLE EXHIBICIÓN DE TANGO EN EL STAND DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES".

En la FIT, en el stand de San Juan daban a probar al público su mejor dulce de membrillo; Córdoba, sus mejores chacinados; La Rioja, sus mejores aceitunas; Misiones, unos mates espectaculares, y de El Calafate hasta trajeron trozos de hielo del glaciar. Es decir, cada uno ofrecía lo más auténtico y representativo que tenía en su rubro. Entonces ¿por qué la Ciudad de Buenos Aires mostró un tango artificial y desabrido que nada tiene que ver con lo que baila la gente en las milongas?
Pusieron a un pareja de buenísimos bailarines de contemporáneo o clásico, a los que supongo que les pidieron que armaran una coreografía con música de tango e hicieran lo que sabían, y salió lo de la foto. Pero el tema es ¿El gobierno porteño (y lo hago extensivo al Nacional y a los embajadores en sus promociones turísticas en el exterior) no tiene algún funcionario que haya pisado alguna vez una milonga?
Para colmo, si bien la cultura tanguera cala fuerte en cuanto a música y letras en el grueso de  la gente, muchos de los asistentes a la feria que no lo bailan, y algunos cuando ven esa caricatura, creen que es así, y aplauden.
Pero lo más lamentable es que después de ver eso, muchos de quienes querrían aprender a bailar no lo hacen, porque suponen que deberán hacer todas esas acrobacias y no se animan a empezar y se convierten en milongueros frustrados.
No digo que lleven cualquier tipo que va a la milonga, porque no todos bailan como para exhibición. Pero podrían, por ejemplo, llamar a los ganadores del primer Campeonato Mundial 2004, Coca y Osvaldo (ojo, porque ahora los campeonatos también están bajo sospecha de acomodos y objetivos turísticos más que tangueros, y de eso también escribiré).
Coca y Osvaldo son una pareja mayor con aspecto de viejitos piola de barrio. Ella, petisa y caderona, siempre con ropas de ama de casa que sale una noche al centro, tacos apenas lo necesario de altos para ser zapatos de tango; él, flaquito y consumido, camisa chingada y agitado, porque sólo le funciona un pulmón y no puede bailar más de 2 ó 3 tangos seguidos. Pero cómo lo bailan: caminadito, al compás, sensuales, con pausas, armonía y mucho sentimiento.
Pero claro, eso no es espectacular para los turistas y la gilada se aburre. Y ahí está la cuestión: el tango no es un producto turístico ni un entretenimiento, es un sentimiento. La expresión vertical de un sentimiento horizontal, como dijo alguien. Y eso, los polìticos, empresarios y burócratas, nunca van a entenderlo.
 El Tango fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Bien, cuando la ONU declara Patrimonio de la Humanidad (Cultural, Histórico, Natural, etc.) a algo, la intención es preservarlo. En Colonia, Uruguay, no se puede alterar la arquitectura de la ciudad antigua; en Península Valdés está prohibido construir nuevos edificios; en la Quebrada de Humahuaca no se puede hacer una autopista para recorrerla ni poner elevadores en los cerros, y así con todos los Patrimonios de la Humanidad, se los puede ver y disfrutar pero no alterarlos. Entonces ¿por qué no tratar de la misma manera al Tango? Conservar su tradición y códigos de origen desde el Estado, y me refiero a los gobiernos de Buenos Aires y Montevideo, que reciben cientos de miles de dólares de la ONU, como responsables de ese patrimonio. Los particulares, que enseñen como quieran en sus escuelas (tango nuevo, fantasía, acrobacia o bailado sobre las manos si se les canta), pero desde el Estado, que se lo cuide como es y como lo siente la gente que lo mantiene vivo.-

Por Gustavo Espeche Ortiz

lunes, 3 de mayo de 2010

PATO VAPOR

EN EL PARQUE COSTERO MARINO "PATAGONIA AUSTRAL" (CHUBUT)

El “pato vapor”, que menciono en mi artículo sobre el Parque Costero Marino, en Chubut, generó curiosidad de varios lectores, quienes me preguntaron qué tipo de animal era y porqué ese nombre. Va la información y una fotito no muy buena.
En principio, aclaro que hasta que llegué a la isla donde los vi por primera vez durante mi recorrido en lancha del parque, yo también ignoraba su existencia. Algo que me enteré que ocurría con unos cuantos amigos, incluidos varios patagónicos. Como le contesté a uno de éstos, Francisco Espinosa Chaina (Maragato1), admito que como periodista debí haber averiguado más antes de publicarlo. Mea Culpa, pero lo que ocurre es que para mí era un nombre más, como el de la Gaviota Cocinera, por ejemplo. Pero me enteré que gente vinculada a la naturaleza y el ambiente en esa región sureña también manifestó haberlos visto muy pocas veces.
Bueno, el pato vapor es, para empezar, un pato, que habita en América del Sur. Su nombre científico es Tachyeres (que significa poseedor de remos o paletas) y se divide en cuatro subespecies, de las cuales la única que puede volar es la patagónica (Tachyeres patachonicus), que supongo que es la que yo conocí en Chubut, ya que los vi hacer cortos vuelos, aunque en otros lugares de Chubut también se ha visto al Tachyeres Leucocephalus, que es el Pato Vapor Cabeza Blanca.
Su tamaño es el normal de un pato, con plumaje gris oscuro en el lomo y las alas, blanco en la panza y gris claro o blanco en los lados de la cabeza y la nuca. Me llamó la atención el fuerte amarillo de sus patas y paletas, que además parecían más gruesas que las de otros patos, aunque del mismo largo.
En cuanto al nombre, tiene origen inglés (“flying steamer duck”, es decir “pato vapor volador”). Se lo llama así porque cuando está en el agua, para levantar vuelo se impulsa un buen trecho con sus paletas y genera la imagen de los antiguos barcos a vapor con rueda de paletas en sus laterales.
Sobre la “gaviota cocinera”, que puedo identificar visualmente, no tengo idea del origen de su nombre, y le agradezco al que pueda decírmelo. Estimo que como es carroñera come lo que desechan las cocinas de los barcos, ya que no creo que se dedique a cocinar. Pero esto es sólo una presunción mía. Gracias.
Por Gustavo Espeche Ortiz