viernes, 14 de mayo de 2010

Parque Provincial TEYÚ CUARÉ


TEYÚ CUARÉ O “CUEVA DE LAGARTOS”, EN MISIONES

El camino es un tajo rojo que serpentea entre el verde y permite alejarse en pocos minutos de San Ignacio y pasar de esa isla urbana al tórrido ambiente natural de la selva.

Las calles empedradas, el incesante desfile de turistas con sombrillas y cámaras que visitan las ruinas jesuíticas y los vendedores de artesanías que los persiguen, quedan atrás y el trazado ondulante conduce al Parque Provincial Peñón del Teyú Cuaré, a ocho kilómetros de esa ciudad misionera, junto al río Paraná.
Sus 78 hectáreas son diferentes al resto de la provincia, tanto en su origen geológico como en flora y fauna. Es una zona de transición entre selvas mixtas y campos, con especies que migran de un ambiente a otro según la época, en especial una gran variedad de saurios. Por eso el nombre de Teyú Cuaré, que significa “cueva del lagarto”, en guaraní.
La tierra colorada es sólida y maciza –no como los caminos polvorientos del mismo color que quedaron atrás del lado paraguayo- y la moto se asienta en la huella soleada, aunque cuando la selva se cierra, la sombra conserva la humedad y el suelo se vuelve blando y hay que pelear con los barriales que quedan de las lluvias que se alternan casi a diario con el sol radiante.
“Imposible perderse”, dijo un lugareño, ya que el peñón es inconfundible con sus más de 150 metros de altura a pico sobre la costa, pero para los foráneos todos esos caminos son iguales y un error en una bifurcación nos lleva a Playa del Sol, un claro junto al río, con césped y zona de picnic. Muy tentador en la tarde bochornosa, pero no es la meta.
De vuelta en el camino correcto hay algunos tramos bordeados de arbustos de hojas gigantes, pasamos bajo un arco natural de troncos y ramas a escasa altura y sobre hilos de agua rojiza que cruzan la huella y, en las sombras, surgen nubes de tábanos y mosquitos, entre otros insectos voladores. Cada tanto, algún rancho solitario, con perros ladran desganados y los cebúes se alteran con el ruido del escape.
Las lomas, cada vez más frecuentes y pronunciadas, terminan en un abra verde donde el techo de ramas termina y aparece el peñón, tan grande que parece al alcance de la mano desde varios centenares de metros, cubierto de vegetación salvo del lado del río. Es como un cerro cortado al medio por el Paraná
.Los paraguayos dicen que desde su orilla ven una gran cara tallada en ese frente, que les parece el rostro de un indio; en una zona de profunda raigambre católica debido a las misiones jesuíticas, algunos aseguran que ven el rostro de Cristo.
Tras apagar el motor, sólo se oye el trinar de los pájaros –hay más de 100 especies en la zona- y comienzan a aparecer lagartos, lagartijas e iguanas desde incontables cuevas en las rocas; una víbora verde y amarilla que contrasta con el rojo del suelo se detiene un instante y luego se pierde camuflada entre los pastos. Hormigas voladoras, rojas y grandes como avispas, zumban amenazantes junto a un alto hormiguero colorado –un tacurú- donde miles de sus pares sin alas trabajan como tales.
La subida por la escalinata de bloques de piedra -250 anchos peldaños, dicen los lugareños- es agotadora y demanda varios descansos, en los que se puede apreciar, abajo, el tupido verde cambiante, como un mar embravecido que oculta los caminos de acceso y sólo se abre para dar paso al Paraná, turbulento y rojizo, aunque celeste por reflejo del cielo.
Mientras delgadas y nerviosas lagartijas huyen entre las piedras, mariposas de todos los colores revolotean en grupos y se posan en los brazos y ropas como para abrevar del sudor.
Desde la cima, coronada por una cruz hecha con troncos, se ve la costa de Santa Ana, a unos 20 kilómetros al sur; las praderas de Paraguay y, al pie del crestón, la isla conocida como “el barco hundido”, que desde arriba, efectivamente parece una nave escorada.
En la cumbre se puede recorrer el “Sendero de la Selva”, unas galerías de unos 500 metros, bordeadas de paredes de vegetación baja y cerrada que en algunos tramos lo asemejan a un laberinto.
Cuando el crepúsculo desangra sobre Paraguay, el aire se torna más fresco y se oye una infinidad de cantos de pájaros y hasta algún mono aullador. También el zumbido de remolinos de mosquitos enardecidos al caer el sol, que no huyen ante los primeros murciélagos, resulta ensoredecedor. Es momento de descender y regresar a una habitación con mosquitero en alguna posada de San Ignacio.-

Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado en el Suplemento Internacional de Turismo del diario La Razón - Argentina)

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