lunes, 7 de marzo de 2011

LA CAVERNA DE LAS BRUJAS


 Un punto oscuro resalta sobre el gris de la ladera este del cerro Moncol, en el sur de Mendoza,  y a la distancia semeja  una pequeña hendija, pero tras un ascenso de baja dificultad se llega a él y es una entrada de unos ocho metros de ancho por casi dos de alto. Se trata de la Caverna de Las Brujas, que debe su nombre a una leyenda indígena de la época de los malones y cuya red de túneles, galerías y salas lleva a sorprendentes paisajes en la profundidad de la montaña por más de cinco kilómetros.
  
Estalactitas, estalagmitas, columnas, mantos, chorreos, salas y oscuras grietas de profundidad imprecisa son allí el resultado de movimientos sísmicos, acomodamientos y otros procesos, en especial la circulación de agua y lodo, en los que la terminación fina la dan los goteos de millones de años.
Algunos hablan de “Las entrañas de la montaña”, otros de "el corazón del cerro", entre otros lugares comunes para referirse a este recorrido. En esa tendencia a antropizar la naturaleza, esos conductos naturales bien podrían compararse a las ramificaciones de un sistema capilar o a un aparato digestivo en escala gigante.
La entrada está a 1.930 metros de altitud y tras pasar ese umbral se entra en una penumbra absoluta, en especial por el contraste con la claridad de esa zona de Malargüe, con típico cielo diáfano de altura. Tras caminar pocos metros se llega a la primera sala, la de la Virgen, donde los guías hacen una parada y piden silencio para que el visitante perciba con todos los sentidos el interior de la montaña: negrura total, inmensidad, frío y lejanos sonidos del viento en el exterior o de goteos en las profundidades.
La Sala de la Virgen, que recibió es nombre por  contar con una piedra similar una imagen de la Virgen,  mide unos 30 metros por 20 y seis de alto, pero esta amplitud se acaba pronto, porque de allí, con las luces de los cascos encendidas, hay que internarse por estrechos pasadizos y hasta arrastrarse por túneles en zigzag, con pendientes ascendentes y en declive.
Tal es el caso de La Gatera, llamada así porque la única manera de atravesarla es gatear su decena de metros, en una experiencia no apta para claustrofóbicos ni gente demasiado robusta.
En la Sala de las Columnas, las estalagmitas se unieron con la estalactitas y ya no hay goteo sino un incesante y casi imperceptible correr de agua que continúa con su lento depósito de minerales que ensancha las columnas.
Cada centímetro de estas agujas que cuelgan de los techos o surgen del piso tarda en formarse unos 1.300 años, lo que habla de la millonaria antigüedad de las columnas y explica por qué está prohibido tocarlas o interrumpir el proceso de goteo.
Otras formas también llevan el nombre que su imagen sugiere, como El Chancho, La Boca del Tiburón, La Calavera y la Estalagmita Gigante, que mide 1,58 metro de alto y 1,26 de diámetro.
Afuera, el sol y la sequedad del ambiente tornan ardiente cualquier superficie de piedra, pero adentro la temperatura baja y la humedad es alta, por lo que es conveniente un abrigo liviano aún en verano.
El piso es sólido, suave y resbaloso, casi siempre húmedo, por lo que es necesario calzado con suela labrada o antideslizante. Pocos sectores tienen pedregullos sueltos y hay numerosos escalones naturales, a los que los guardaparques agregaron sogas para sostenerse, a modo de pasamanos, además de redes de contención en zonas de grietas, y un par de escaleras de metal armadas en el lugar.
Las paredes son frías, muy húmedas, algunas oscuras y otras con prevalencia de tonos amarillos y rojizos, en tanto los techos de las salas están abovedados y tienen cristales que brillan y reflectan los haces de las linternas.
Los guías acostumbran asombrar a los turistas con un experimento, que consiste en apagar todas las luces y en la oscuridad disparar un flash contra una pequeña piedra, la que luego retiene la luz, en un color naranja, durante varios segundos y se asemeja a un velador. Esta prueba, que también la hacen, con igual resultado, sobre ciertas paredes es sólo posible en los lugares donde la roca es caliza y cristalizada -carbonato de calcio-, y genera reflejos encadenados aún después que se apagó la fuente de luz.
Otras salas, vinculadas entre sí por numerosos pasadizos, galerías y túneles, son la de La Flores, donde abundan coloridos corales, y la de Los Derrumbes, sembrada de grandes bloques caídos, sobre los cuales se formaron varias estalagmitas.
Algunos espacios donde se puede descansar y relajarse después de pasar por los ajustados pasillos, son las salas de la Madre y de las Arenas, la Cámara de los Dioses y el Jardín de las Brujas.
El nombre de la caverna se remonta a una leyenda de la época de los malones, cuando los indios capturaron a varias mujeres "blancas", dos de las cuales fugaron y entraron al túnel de este cerro. Sus perseguidores esperaron en la entrada varios días, hasta que vieron salir volando dos lechuzas y creyeron que eran las cautivas que se habían convertido en pájaro  para escapar, gracias a brujerías.
Al margen de las lechuzas y algunos murciélagos que se ven en las primeras salas, la fauna de la caverna es escasa y se limita a especies que pueden vivir sin radiación solar, como los colémbolos y los opiliones (pequeños arácnidos).
La Caverna de Las Brujas se encuentra a 71 kilómetros al sur de la ciudad de Malargüe –cabecera del departamento del mismo nombre-  por la ruta 40 y caminos de montaña y está abierta todo el año, aunque en invierno con un horario reducido. Los recorridos -que no se extienden por toda su longitud sino sólo varios centenares de metros- duran aproximadamente dos horas.
Esta Reserva Natural Provincial fue declarada Área Protegida por ley en 1990 y sólo se la puede visitar en compañía de un guía autorizado, tras gestionar la visita en agencias de viajes o la Secretaría de Turismo de Malargüe.


Por Gustavo Espeche Ortiz
Publicado por la Agencia de Noticias Télam - Argentina

jueves, 3 de marzo de 2011

CAFAYATE: EN LA QUEBRADA DE LAS CONCHAS, EL DESTINO ES EL CAMINO


Las numerosas y curiosas figuras rojizas de la Quebrada de las Conchas, en Salta, no requieren de un viaje extra del visitante para disfrutarlas, ya que lo acompañan como en una exposición a lo largo de unos 50 kilómetros junto a la ruta desde Cafayate, aunque siempre es bueno apearse y recorrerla a fondo.



La ruta 68, que conecta esta ciudad con la capital provincial, parte de Cafayate hacia el oeste como una recta impecable que atraviesa el verde cinturón de los viñedos que generan sus famosos vinos torrontés.

Después de unos letreros que indican las distancias hasta Salta capital y una localidad con el llamativo nombre de Alemania, en pocos minutos se llega a un paisaje opaco, con arbustos bajos y al frente sólo cerros azulados y algunas delgadas nubes posadas sobre sus crestas, que a la distancia semejan un manto níveo.
Se trata del Valle de Guachiras, donde la soledad de la siesta -si el viaje es después del mediodía- sólo es alterada por algunos burros que cruzan dubitativos la cinta asfáltica y rapaces que giran buscando carroña junto a la ruta. 
El  sol pega fuerte aún en el declinante verano salteño y el buen estado de la ruta y su desolación llaman a darle gas al motor.
Tras pasar el puente sobre río de las Conchas, una serie de curvas, badenes y toboganes obligan a aminorar la velocidad, pero el principal motivo para circular lentamente es poder admirar las extrañas formas de las rojas rocas arenosas a ambos lados, porque allí comienza la Quebrada de las Conchas, o de Cafayate.
Unos carteles en la banquina indican sus nombres -algunos obvios y otros rebuscados-, como El Sapo, El Fraile, La Yesera o El Obelisco -apodo generoso éste para una roca baja y cónica, casi piramidal.
Hay que avanzar a paso de hombre y detenerse continuamente a observar también una infinidad de figuras anónimas, pero cuya morfología es tan curiosa y atractiva como las que fueron bautizadas.  
En un badén, el cauce seco de un río tienta a salir de la ruta y remontarlo por la arena blanda, salpicando piedras y ayudándose con los pies. El asfalto se pierde a lo lejos, en los  espejos, e incontables figuras conforman un paisaje que recuerda a “Planeta Rojo” –la película ambientada en Marte-, aunque aquí ese color se alterna con amarillos, violetas, blancos y azules, en variada gama, en contraste con el cielo y algunas rápidas y blancas nubes.
Es momento de apearse y trepar hasta donde se pueda, al menos hasta la famosa Ventana Grande, y desde su marco contemplar el panorama a ambos lados; una vista superior a la del mirador de Tres Cruces -a pocos kilómetros-, destinado a quienes nunca abandonan el camino.
El descenso es más difícil y al llegar a la moto unas nubes azules, casi negras, impulsados por fuertes vientos en la altura, cubren de pronto el cielo y descargan pequeñas gotas muy frías. No hay dónde guarecerse y sólo cabe ponerse el equipo de lluvia y volver lentamente a la ruta. 
Pero los mismos vientos hacen que el aguacero pase tan rápido como llegó y entonces el sol, ya en declive, ilumina de lleno las imponentes paredes naranjas de Los Castillos, bajo los últimos nubarrones oscuros.
Más adelante, la Quebrada se estrecha, sus paredones son más altos y pronto aparece la Garganta del Diablo: un embudo de decenas de metros, semejante a una faringe gigante, con estratos que forman escalones en los que todos se sienten montañistas.
Dos kilómetros más adelante, también erosionado por el agua de cataratas que existieron hace millones de años, cuando el mar comenzó a retirarse del valle, está El Anfiteatro.
Se trata de un inmenso patio interno descubierto, con paredes de un centenar de metros de altura, al que se entra por una estrecha abertura y que tiene una acústica increíble que le dio el nombre.
Al caer la noche, la temperatura baja repentinamente como en todo lugar seco y de altura, pero no es aconsejable irse sino sólo abrigarse, para retornar lentamente y disfrutar por segunda vez del paisaje, esta vez de sombras bajo la magia de la luz de la Luna.
Para quienes realicen un paseo nocturno, un lugar recomendable es la zona de Los Médanos o Dunas, pequeños arenales blancos con composición de mica calcárea, ideales para ser recorridos bajo la claridad lunar, cuyo reflejo parece iluminar desde el suelo.

Por Gustavo Espeche Ortiz
(Síntesis de  dos notas publicadas en el Suplemento Internacional de Turismo del diario La Razón y en la Agencia de Noticias Télam)