martes, 10 de julio de 2012

EL CAÑÓN DEL ARCO IRIS (La Rioja)

Montañas con estratos de variados colores que representan formaciones de hasta 250 millones de años, ríos secos cuyos cursos varían con cada lluvia y dunas rojas que se desplazan con los vientos hasta formar un laberinto en un desierto sólo apto para vaqueanos, son los principales atractivos del Cañón del Arco Iris, uno de los circuitos del Parque Nacional Talampaya, en el centro oeste de La Rioja.



 Otras particularidades de este circuito son un río que corre "a contramano" de los otros de la región y la posición en que se encuentran esos estratos sedimentarios que fueron empujados por fuertes cataclismos de la prehistoria que los inclinaron y dejaron a muchos en posición vertical y hasta llegaron a invertirlos respecto de su orden original.
La excursión se hace siempre con guía y en vehículo y consta de dos partes: los cerros con sus franjas de colores, que son el eje de la propuesta, y el acceso previo, a lo largo de 24 kilómetros por lechos secos de ríos, donde el atractivo tiene que ver con el conocimiento del guía y su capacidad para explicar detalles que no surgen a simple vista del recién llegado.

Paisaje Interactivo
La entrada es un camino de ripio que surge hacia el norte en el kilómetro 133,5 de la Ruta Nacional 76, a unos 10 kilómetros al sudeste del acceso principal al Cañón del Talamapaya. Al principio el vehículo rueda sobre amplias "planchas" -canto rodado desparramado por los desbordes de ríos durante las lluvias y piedras partidas por la amplitud térmica- también llamadas "pavimento del desierto". Es un trayecto para conocedores, sobre huellas y cauces secos, entre matorrales y arbustos bajos y espinosos que hacen que todos los rumbos posibles parezcan iguales.
En esa zona llueve unas 10 horas al año y el total de agua caída ronda los 200 milímetros, pero la fuerza con que corre en esas pocas oportunidades forma abanicos fluviales y desvía los cursos de los ríos que los días secos se usan como caminos vehiculares. Las dunas también se trasladan, movidas por los fuertes vientos, en especial el zonda, por lo que el recorrido parece un juego interactivo con rutas y paisajes cambiantes.
Por eso, los turistas sólo pueden ser llevados por choferes habilitados de la Cooperativa Talampaya de guías, quienes además saben cómo actuar cuando lluvias imprevistas llenan en segundos los cauces con el agua correntosa y rojiza, cargada de lodo y arena, que arrastra árboles, piedras, animales muertos y cualquier otro obstáculo, como podría ser un vehículo. Los vaqueanos que nos llevaron en esta oportunidad  fueron Ariel Bergara y Camilo Ormeño, ambos de la cooperativa y de Pagancillo, un pueblo ubicado a unos 40 kilómetros al noroeste, sobre la misma ruta.
Camilo mostró la tierra escamada sobre la que conducía y comentó que "la arcilla se reseca sobre el suelo y cuando llueve se vuelve impermeable; entonces el agua no la penetra y corre muchos kilómetros, y cuando pasa la lluvia todo queda igual de seco que antes".
A poco de ingresar, cuando los matorrales que rodeaban la combi se extendían hasta casi el horizonte, la única referencia que quedaba, hacia el sur y más allá de la ruta ya invisible tras dunas y pastizales, eran las Sierras Moradas, que separan Talampaya del Valle de la Luna (en San Juan), ambos parte del complejo geológico de Ischigualasto y declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2000.
"Ahora vamos sobre el único río de la zona que acá corre de sur a norte, a diferencia de los otros que vienen del lado del Valle de la Luna, por eso se llama río Mañero", comentó el chofer. Luego nos preguntó-afirmó "ven que parece que el río baja? Bueno, es una ilusión óptica, porque en realidad vamos subiendo", varios asintieron, aunque a mí quizás no me afectó esa ilusión óptica, porque todo el tiempo me pareció que estábamos subiendo.
"Ahora entramos al río Ontiveros", dijo girando a la izquierda y mostró una duna sobre la que debió subir de apuro con su camioneta durante la última lluvia -cincuenta días antes- cuando el río comenzó a crecer peligrosamente mientras circulaba por su  cauce. Al tiempo que conducía lentamente por el arenal del lecho, mostraba otros cursos que desembocaban en ese río y en el Mañero, que otrora fueron la ruta para llegar al Cañón del Arco Iris, pero las lluvias los cerraron o desviaron hasta destinos inciertos que nada tenían que ver con el destino de la excursión, por lo que los guías establecieron la ruta actual (hasta la próxima lluvia).
Sobre el cauce aparecían algunas retamas, arrastradas con sus raíces por la última crecida, y otras incrustadas contra los algarrobos blancos que normalmente crecen junto a los cursos de agua. Algunos de estos árboles estaban con sus raíces al aire tras la erosión causada por el agua sobre la costa arenosa.

El Arco Iris
Después de varias curvas entre rocas cada vez más grandes, el camino se angosta y unos bloques rojos desmoronados cierran el paso, por lo que hubo que apearse frente a las montañas de estratos sedimentarios con sus variados colores que justifican el nombre de Arco Iris.
"El verde es óxido de cobre, el amarillo de azufre, el rojo de hierro, el gris o negro es ceniza volcánica o carbón de vegetales quemados por volcanes y mezclado con sedimentos y el azulado es azufre con cenizas", explicó Ariel, y también mostró unas finas vetas blanquesinas a causa del yeso.
Respecto del rojo -que es predominante en el parque- aclaró que su tonalidad varía "si la oxidación del hierro fue en superficie o bajo el agua", cuando la zona era lago o mar, y también mostró los "conglomerados", unas vetas de "lava con todo tipo de mineral".
Dos altos paredones bordean la estrecha garganta por la que se debe caminar entre grandes piedras que pueden ser de formas suaves o bordes filosos, y por gruesas arenas rojizas o sobre  planchas de piedra tan lisas que parecen lustradas.
Los paredones son desparejos, con aristas como cristal quebrado que sobresalen hacia el sendero, y sus estratos no están apilados horizontalmente como en muchos otros cañones, sino inclinados o hasta verticales.
Camilo tomó una guía de un visitante y tras ponerla acostada sobre su mano, comparó: "los estratos estaban horizontales, así, pero cuando chocaron las placas tectónicas hubo tal presión que los inclinaron o empujaron hasta dejarlos parados y, en algunos casos, hasta invirtieron el orden y los más antiguos están arriba y los nuevos abajo".
Al decir "nuevos" se refería a la formación Chañar, de tono verdoso, que tiene unos 220 millones de años, en tanto Los Rastros es gris y de 230 millones, Tarjados rosado y de 240 millones y la más antigua, Talampaya, es de 250 millones de años y un rojo más intenso.
"Ahora se podría decir que estamos caminando sobre los bordes de las páginas", añadió, con el libro en vertical, y además mostró un estrato blancuzco en la pared cerca del suelo, a la altura de la mano, que se elevaba por el cañón suavemente hasta llegar a más de 100 metros de altura y ser visible a la distancia también en la pared opuesta.
Como todo paseo en la zona, este cañón cuenta con geoformas, aunque nada monumentales, a las que el imaginario les dio nombres sin demasiada creatividad y que a veces exigen gran esfuerzo del visitante para identificarlos, como "lobo marino", "tortuga", "sapo", "pan dulce" o "patas de elefante".
Tras unos mil metros de caminata de baja dificultad, las paredes se vuelven corrugadas y de un tono marrón oscuro, lo que lleva a muchos a ver en ellas chocolate en ramas, sin que la comparación parezca descabellada. A la vez,  el piso se torna más escarpado hasta culminar en un callejón sin salida donde una pared marca el fin de la excursión.
En realidad, ese callejón tiene una salida, unos 10 metros más arriba, porque es un canal por donde llega el agua de lluvia en aluvión desde tierras elevadas, como el paseo de la Ciudad Perdida, e inunda el sendero hasta convertirlo en un río que corre con fuerza en sentido contrario al de llegada en el paseo. Ese curso aún no tiene nombre pero comenzaron a llamarlo "río de los lagartos", por la presencia de muchos de estos saurios en el lugar.
Las aguas que invaden el cañón, dicen los guías, conforman un espectáculo impresionante visto desde arriba del barranco, pero por el momento está vedado a los turistas, ya que cuando ocurre ese fenómeno no se permiten excursiones.
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FLORA Y FAUNA (Recuadro)

Los arbustos y matorrales del desierto parecen todos iguales a simple vista en el circuito del Cañón del Arco Iris (bajos, tallos oscuros y al retorcidos, hojas pequeñas, espinosos) pero la variedad es amplia, en tanto la fauna, también variada, es escurridiza y por lo tanto muy apreciada por los cazadores fotográficos y turistas en general.
Desde el camino, el guía Camilo diferencia claramente esas plantas achaparradas y las identifica para los foráneos. Algunas de ellas son las dos especies de jarillas (común y puspús), retama, cachiyuyo, sampa, crucita, sanalotodo o muña muña, jume, uña de gato, chilca, cola de quirquincho, tusca, suncho y bailabién.
Además, dio casi una clase sobre las propiedades de estas plantas: el cachiyuyo es un buen piojicida; con el jume negro se hacía jabón para la ropa; la jarilla común, hervida en agua con sal, es buena para la inflamación y dolores de pies; también es bueno tirar una rama de esta planta en las brasas del asado para que la carne tenga un mejor aroma; la jarilla puspús tiene olor desagradable, pero se utilizaba para los techos de casas, ya que es resinosa y sirve de impermeabilizante.
El sanalotodo o muña muña, una plantas de las más bajas, es un buen afrodisíaco si se lo bebe comoinfusión, y según los guías era muy consumida por el ex presidente Carlos Menem, originario de La Rioja.
La hierba del soldado (o yerba del soldado) recibe este nombre porque era usada, también en infusión,  para curar a los soldados de enfermedades pulmonares, durante la guerra por la Independencia. También es útil para infecciones y enfermedades venéreas.
El suncho puede ser un indicador de la existencia de ríos subterráneos, ya que sólo crece donde hay mucha humedad para el desierto, y las breas se destacan por su tallos verde fresco -ya que éstos efectúan la fotosíntesis que no pueden concretar sus hojas diminutas en forma de espinas.
El algarrobo es el árbol típico de la región, vive cientos de años y sus raíces pueden penetrar el suelo hasta unos 70 metros, en busca de agua. De su chaucha se puede hacer harina patay, que ahora se sabe que es buena para comidas para celíacos, y también una bebida alcohólica llamada "aloja".
Las hojas de la chilca dulce se pueden masticar durante el paseo y, con su sabor dulzón similar a los de los chicles que se venden en kioscos, sirve para calmar la sed.
Fauna
Desde el lecho del río seco convertido en camino se pueden ver en las dunas huellas de guanacos, liebres maras, pumas, suris -como llaman en La Rioja al ñandú-, zorros y quirquinchos, y a veces a algunos de esos ejemplares a la distancia.
En la altura de los paredones del cañon había unas chinchillas a la sombra de las piedras; entre los matorrales correteaban unas martinetas copetonas y en las copas de los pocos árboles se destacaban los bultos de los nidos de coperotos, hechos totalmente de espinas. El cielo, como en toda la región, era dominado por rapaces, entre los que pueden aparecer cóndores cuyos nidos están generalmente en el cañón del Talampaya, a pocos kilómetros.
Los mamíferos de mayor tamaño en el lugar son los guanacos. A veces es posible ver una "guanacada", constituida por unos 30 o 40 ejemplares que son muy jóvenes o muy viejos y hembras que no procrean, por lo que tampoco son acepadas en un harén. Los harenes se componen de un macho y una decena de hembras y, con un poco de suerte, el visitante puede asistir a un combate entre un guanaco joven y otro maduro, definiendo cuál tomará el mando y cuál será expulsado.-


Por Gustavo Espeche Ortiz
Adaptación del artículo publicado en la Agencia de Noticias Télam

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