lunes, 29 de marzo de 2010

EL ÚLTIMO REINO DE PAUL BOWLES


*Reportaje a Paul Bowles*
Su vida transcurrió en islas, campos, transatlánticos y cerros, rodeado de artistas de las letras y la música, de la Generación Perdida primero y de la Beat después. En este reportaje, en su pequeño tres ambientes de Tánger, Paul Bowles hablaba como el último sobreviviente de una especie en extinción. En el oscuro y silencioso departamento, en permanente contacto con la música pero virtualmente retirado de la literatura, el autor de El Cielo Protector –o Un Refugio para el Amor, en su versión cinematográfica- hablaba poco, debido a la afección a la garganta que acabó con su vida, pero había desarrollado una increíble y contagiosa capacidad para comunicarse con gestos, sonrisas y miradas, tan bien como con las palabras. Éste fue su último reportaje:



Hace años que el timbre del departamento 20 del edificio Itesa, en el oeste de Tánger, no funciona y permanece tapado por una tela adhesiva reseca. El teléfono cortado desde antes, por voluntad de su solitario morador, impide concertar una cita con él, por lo que la única manera de entrevistar a Paul Frederik Bowles -para muchos el más grande escritor norteamericano vivo-, es apersonarse al cuarto piso y golpear la puerta. Su ama de llaves, Suet, una marroquí madura y joven aún, de tez blanca, rasgos delicados y abundante cabello negro, atiende en español y entra a consultar con Bowles, quien siempre recibe a las visitas, salvo escasas excepciones. Una de ellas, advierten los guías tangerinos, es si hay motivos políticos de por medio; otra, menos frecuente, puede ser la negativa de su enfermera personal, Nuria, quien en este caso concede sólo cinco minutos, porque su afección a la garganta no le permite conversar más que eso.
Bowles Nació el 30 de diciembre de 1911 en Nueva York y, como otros artistas norteamericanos, optó por autoexiliarse. El centro de su destierro fue, desde 1931 -en sus inicios como compositor musical- esa ciudad del norte de Marruecos, de la que luego sólo partió para viajar por diversas latitudes y siempre regresar.
Habla como si fuera el último sobreviviente de una especie en extinción. Recuerda que toda la generación de artistas a la que pertenece, como los amigos que conformaban su mundo personal, ha desaparecido. También habla con la nostalgia de ser el único escritor norteamericano que se afincó en el norte de Africa, en una aventura que no generó sucesores.
Llegó a Tánger a los diecinueve años, por consejo de Gertrude Stein, a quien conoció en París, junto a otras importantes figuras de las artes. Definía el calor de la ciudad como "el de un baño turco", frase común en muchos recién llegados, aunque a diferencia de éstos, para Bowles eso era algo "absolutamente delicioso".
- ¿Cuánto ha cambiado Tánger en estos 66 años?
Pide que repita la pregunta, hace pantalla con la mano en torno a su oreja para escuchar mejor y su expresión recupera años con una sonrisa nostálgica y juvenil que parece decir "¿y usted qué cree?".
- Completamente, ya no se la reconoce.
- ¿Cuál le gustaba más?
- Antes -responde con idéntica expresión- Todo era muy libre. Los precios era más bajos y la gente era más agradable. Todavía es agradable, pero todo ha cambiado, porque los que estaban aquí en el 31, cuando vine, están todos muertos. La de ahora es otra generación, más sofisticada, más europea y menos africana.
Era una respuesta de esperar, porque ya en 1947, al regresar a Tánger tras tres lustros de viajes por el mundo, comentaba en una carta a Charles Henry Ford que la ciudad estaba irreconocible. "Me ronda la sensación de no estar realmente en Tánger, está terriblemente cambiada y no puedo tratar de imaginar cómo era antes", decía a su amigo.
Su actual nostalgia por los muertos apuntaba entonces a quienes estaban vivos aunque ya no eran los mismos."La gente que conocía cuando estuve aquí antes ya son de mediana edad y padres de familia, y tengo tendencia a evitarlos", afirmaba ese año, poco antes de iniciar un viaje por el Sahara y comenzar a escribir "El Cielo Protector".
- ¿Es posible hoy, para extranjeros, americanos o europeos, vivir una aventura similar a la que usted describe en El Cielo Protector?
- ¿Por qué no? Uno puede escribir sobre lo que le da la gana. Es cuestión de imaginación.
La pregunta queda flotando tras su evasiva, ya habitual cuando le sugieren que su obra más trascendente es autobiográfica. Bowles siempre aclaró que sus personajes son ficticios, salvo los de la novela "Déjala que caiga".
- Sí, un producto de la imaginación pero absolutamente realista, con hechos y situaciones que usted vivió, vio o al menos eran factibles en el Magreb de aquellos años, y que quizás ya no existen. Déjeme preguntarle entonces si es posible que alguien tenga hoy iguales vivencias y, con imaginación, escriba algo tan creíble y real como aquello?
- No. La historia no se repite -sentencia-. Todo cambia y sigue la carretera de la historia. Aunque... -hace una pausa, reflexiona un momento y, con una nueva sonrisa contagiosa, agrega- quizás sí, ¿por qué no?
- ¿Puede entonces que en estos momentos un hombre esté besando a la mujer de un amigo en un tren que corre por el norte de Africa?
- Puede que sí -responde de inmediato, entusiasmado, como si hubiéramos iniciado un juego de posibilidades-. Y también puede que eso no ocurra, pero que alguien sí escriba una historia que contenga esa situación. Aunque ahora los trenes son eléctricos y no se llenan de humo como en la novela -añade divertido.
- Usted conoció a la Generación Perdida, cuando "París era una Fiesta", y mantuvo lazos con todas las generaciones posteriores de escritores. ¿Qué opinión tiene de la literatura actual?
- ¿De algún país o del mundo en general?
- En general.
- Siempre hay gente de gran talento. Todavía -afirma, pero no parece muy convencido.
- ¿Puede mencionNegritaar algunos?
Esta vez no responde, pero con sonrisa de disculpa y complicidad a la vez, Bowles mueve sus manos como diciendo "¿me entiende?". Se entiende.
- ¿Prefiere no hacer nombres?
- Sí. Además no leo mucho desde que estoy enfermo. Pero ocurre que los buenos escritores se han muerto. Por eso tampoco puedo hacer nombres.
- ¿Eso significa que no hay buenos escritores vivos?
- No. No digo eso. Pero si tengo que hablar, por ejemplo, de su país, como buenos escritores que yo conozco, debo empezar por Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Y los dos se han muerto últimamente. Pero no quiero descalificar a los nuevos, porque seguramente hay otros nuevos y buenos, aunque yo no he leído las obras recientes.
- ¿Y en cuanto a la literatura en el Magreb?
- Cuando yo llegué aquí no había literatura. No hacía parte de la cultura marroquí. Nadie escribía novelas o cuentos. Casi nadie sabía escribir. Era un país casi completamente analfabeto. Ahora ya no, pero todavía necesita mucho progreso para llegar al nivel de los países europeos.
- ¿Necesitan los marroquíes, en tanto africanos, parecerse a europeos?
- Creo que sería bueno por su propia cultura. No digo que se conviertan en una copia de Europa, porque a mí Marruecos me gustó siempre africano y no europeo. Me refiero a que puedan elaborar una literatura con el mismo nivel y trascendencia que la europea.
- ¿Es eso posible?
- Resulta muy difícil. Porque aquí hay una pobreza enorme, y para que un niño vaya a la escuela su familia tiene que tener dinero, y hay pocas familias que tienen suficiente dinero para mandar a sus hijos a la escuela. Tal vez muchos los puedan mandar un año o dos, pero no sirve, no vale. La educación toma doce o quince años, o más, y acá siempre se interrumpe o ni siquiera se inicia. Por eso se produce y se consume poca literatura en estos países.
- ¿Cuál es el motivo que lo lleva a permanecer en Marruecos?
- ¿Desde el punto de vista económico? Porque la vida es más barata.
Bowles parece disfrutar atribuyendo siempre su estadía en Marruecos a los bondadosos precios locales, pero no convence. Si bien tanto en 1931 como en su primer regreso tras una larga ausencia, en 1947, ya alababa el bajo costo de la vida, no es convincente porque en ambas oportunidades también definía a Tánger como un lugar perfecto para vivir, una ciudad demasiado bella para describirla con palabras e imposible de hallar aún en un sueño, y porque pese a su expulsión de Marruecos en febrero de 1958, por su postura política en su obra "La Casa de la Araña" (1955), en cuanto pudo volvió y se reinstaló en la ciudad.
- Me refería a lo afectivo.
- Bueno, eso es algo que depende estrictamente del individuo, como todo lo afectivo -ríe amablemente, como despreocupado de lo convincente que pueda resultar esta respuesta, que convence más que la de orden económico, especialmente porque alguna vez él dijo que nunca había pensado vivir en Tánger "pero por alguna razón he permanecido aquí, quizás porque aquí se puede obtener todo lo que uno quiere".
Un momento después amplía la respuesta:
- Me gustó Marruecos y estaba casado, y a mi esposa le gustaba vivir aquí, hasta que cuando enfermó dejó de gustarle, porque prácticamente no existían médicos aquí, y aún hoy hay pocos. Cuando ella estaba viva no había médicos, y ella murió hace 24 años- Recuerda con gesto agotado. 
Bowles se casó en 1938 con una escritora desconocida, Jane Auer, que a los 20 años escribió su primer libro, "Dos Damas Serias", publicado en 1943 con su apellido de casada. El segundo y último fue "Placeres Sencillos". Él en esa época sólo componía música y ella lo incentivó en la creatividad literaria y en 1947 Bowles publicó su primer cuento, "El Escorpión", y luego el libro "Episodio Distante". A partir de allí el escritor nació para el mundo.
El matrimonio albergó en sus distintas casas de Tánger a numerosos artistas, entre ellos William Burroughs, Francis Bacon, Patricia Highsmith, John Hopkins, Truman Capote y hasta los Rolling Stones, además de los mencionados Stein y Henry Ford. La relación entre Paul y Jane fue siempre abierta, llegaron a vivir en departamentos separados en un mismo edificio, o viajar en forma independiente y mantener otros vínculos, como el de ella con la marroquí Cherifa y el de Bowles con el joven camarero Smail Abdelkader.
En 1957, a los 39 años, Jane sufrió un derrame cerebral y se desató una prolongada angustia de tratamientos e internaciones que culminó en un instituto de Málaga, donde murió el 4 de mayo de 1973, una hora después que Paul la visitara por última vez.
Hace casi cincuenta años Bowles sostenía que Nueva York le resultaba "insoportable, quienquiera que fuese el anfitrión de las cenas". Más tarde aseguraba que cada vez que volvía a Estados Unidos le parecía que era el lugar donde menos le gustaría vivir.
- Usted estuvo recientemente en Estados Unidos. ¿No le gustaría quedarse a vivir allí ahora?
Su criterio parece no haber cambiado con el tiempo.
- Estuve hace poco más de un año, por una semana. Antes, también en el 95, estuve dos veces por cuestiones de salud. No, no me gustaría quedarme. La última vez fui porque, como antes de dedicarme a escribir era compositor y mantengo el gusto por la música, y habían algunos conciertos en Nueva York, quería verlos. Eran los mejores de Nueva York y tuvieron lugar en el Lincoln Center, que es el mejor lugar para la música. Sus salas son las más grandes y cómodas. Me quedé exactamente seis días, para ver los conciertos, y volví.
- ¿No le gustó Nueva York?
- Sólo por la música. En realidad no me dediqué a ver la ciudad. Iba del hotel al Lincoln Center, y de vuelta al hotel, en automóvil. Así en cada concierto. No salí a comer a ningún restaurante ni he visto nada de Nueva York.
- Habla como si no le gustara.
- No me gusta. He conocido Nueva York cuando era una buena ciudad, pero de eso hace ya muchos años.
El diálogo se interrumpe. Al dormitorio -en el que Bowles parece haber impuesto el lenguaje de los gestos, las sonrisas y los movimientos- entra Nuria, la enfermera, y con su mirada y una inclinación suave de la cabeza obliga a mirar el reloj y comprobar que los cinco minutos concedidos se han excedido largamente.
Bowles la mira como un niño al que se le acabó la hora de los juegos, pero no se queja. Todos sonreímos y cada uno sabe qué debe hacer. También Suet se dispone a dejar del departamento y, con un negro chador musulmán y gruesos anteojos esconde su cabello y su belleza. El cambio la envejece una década.
Antes de salir a la calle Campoamor, se escucha hablar en español a la enfermera y el escritor que sostenía que siempre era más feliz en un lugar donde no hubiera estado antes, pero siempre recaló en Tánger, y que hace 24 años, tras la muerte de su esposa, escribió que ya no había nada que lo retuviera en esa ciudad,"salvo la costumbre".-
ageo

Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado en el suplemento de Cultura del diario "La Prensa", de Buenos Aires)

viernes, 26 de marzo de 2010

LA BAHÍA DEL FIN DEL MUNDO


Bahía Lapataia  
Tierra del Fuego

Después de más de 3.000 kilómetros de mantener rumbo al sur, la Ruta Nacional 3 dobla al oeste tras cruzar Ushuaia y el asfalto se acaba al entrar al Parque Nacional Tierra del Fuego; luego gira en U en un bosque de lengas y coihues y termina sobre el pasto de un claro en la bahía Lapataia, en un punto que está más al sur que cualquier otro lugar habitado del planeta: El Fin del Mundo.

La única forma de expresar la emoción desde la moto, sin soltar el manubrio y dentro del casco cerrado debido a una persistente llovizna, era con la bocina. Los turistas que se tomaban fotos con el cartel que señala el fin de la ruta voltearon el oír los bocinazos y aplaudieron, como si adivinaran el duro camino recorrido, o que la misma moto rodó también por el extremo opuesto del país, en La Quiaca, unos 5.200 kilómetros al norte.
Los fuertes vientos, que dilataron varios días el viaje, amainaron al amparo de la cola de la Cordillera de los Andes que protege a Ushuaia y permite que en Lapataia reine un microclima, con altos bosques entre ríos y lagos y una fauna autóctona y exótica que no se ve en otros puntos tan australes.
“Esto no es el Fin del Mundo, acá empieza el Mundo”, dijo a modo de aclaración un guardaparques, parafraseando un slogan fueguino de promoción de la isla. Para el visitante sigue siendo un punto extremo del mundo y la emoción es la misma.
No había vientos de superficie, pero las nubes corrían tan rápido que de la llovizna y el cielo encapotado se pasó, en cuestión de minutos, a una tarde radiante de sol. Desde la costa, contrariamente a lo que se podía esperar en el Fin del Mundo, no se veía un mar infinito hasta el horizonte tras el cual se podría adivinar la Antártida, sino la margen opuesta de la angosta bahía, con la isla Redonda en el medio y, allende el Canal de Beagle y entre oscuras nubes que se alejaban, la isla chilena Navarino.
Unas pasarelas de madera permiten caminar sobre la turba de milenarios pastos muertos -pero nunca descompuestos ni secos, gracias al frío y la humedad- y atravesar arroyos e hilos de agua, cerca de casales de cauquenes y algunas ratas-liebre que se confunden con los conejos importados que se volvieron silvestres y a la vez se confunden con éstas.
Por el borde norte de la bahía, la Senda Costera lleva a Ensenada Zaratiegui –conocida popularmente como bahía Ensenada- por una playa de guijarros junto a suaves olas transparentes que reflejan el verde de los guindos, o “árbol bandera”, cuyas copas fragmentadas como nubes se prolongan hacia el mar como si se esforzaran por alejarse de las barrancas rocosas en que crecen. Los llaollaos, típicos hongos andino patagónicos, se destacan amarillos sobre los oscuros nudos de éstas y otras especies arbóreas.
En el bosque graznaban las bandurrias y se oía el picoteo furioso de los carpinteros sobre las lengas, a las que eligen por su blanda madera, lo mismo que los castores, que la utilizan para construir sus diques. En La Castorera y los arroyos Negro y Castor, maravillan esas obras de ingeniería que forman embalses que son el hábitat de estos roedores, pero también alarma ver los bosques arrasados, con troncos quebrados y ramas peladas cual esqueletos secos, como después de un incendio forestal, a causa de esta especie importada que se convirtió en plaga.
Sobre la margen izquierda del río Lapataia y del lago Roca, hay campings y sitios para picnics, donde conejos y liebres corretean próximos a los turistas. Desde allí, una caminata de unas dos horas lleva hasta el “hito 24”, en el cordón Pirámide, que marca el límite con Chile, que es un virtual mirador desde el cual se tiene una espectacular panorámica de toda la bahía.
Otra opción, en el extremo oriental del parque, es bordear el río Pipo hasta la cascada homónima, con sus saltos espumosos el en punto donde se estrecha entre grandes bloques de piedra marrón que se destacan en medio del suave y húmedo verde del suelo y los arbustos con flores multicolores. A pocos metros y por una trocha muy angosta pasa el turístico Ferrocarril Austral Fueguino –antiguo tren de la prisión-, hoy tan bien cuidado, prolijo y pulido que parece de juguete, como si estuviera siempre preparado para la foto –y quizás es así-, a diferencia de otros trenes históricos del país, como el Trochita de Chubut y Río Negro o los de Entre Ríos, en los que se nota que son usados por gente de verdad.
Ya de vuelta en el asfalto, aparecieron la estación del tren -que de lejos también semeja una maqueta armada por un puntilloso arquitecto- un bar y luego, ya en el asfalto, las primeras casas que de a poco anuncian la cercanía del conglomerado urbano de Ushuaia. Entonces, después de llegar a ese punto extremo y empezar a desandar el camino, se tiene la sensación de que el guardaparques tenía razón, que ese vértice sureño del país no es el fin de algo, sino que allí nace el Mundo.-
ageo

Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado en la revista "Recorriendo la Patagonia")

LOS CÓDIGOS DE LA MILONGA


La dama estaba sentada y de pronto apareció a su lado un hombre que con un gesto la invitó a bailar. Ella dudó un momento, le dio un rápido vistazo y aceptó ir a la pista. Al final del primer tango, él la escuchó hablar y entonces, asombrado y avergonzado, se disculpó por haber ido a su mesa a invitarla, y argumentó que no la “cabeceó” porque supuso que era extranjera. La mujer sonrió gentil y le aclaró que no lo rechazó porque ella también pensó que él era extranjero y desconocía ese código.
El cabeceo es uno de los códigos más famosos y delicados de la milonga, quizás porque es el punto de partida para ir a la pista, algo así como un rito de iniciación en el contacto entre un hombre y una mujer desconocidos. Pero en la dinámica historia del tango hay muchos otros, algunos de los cuales se mantienen vigentes y otros desaparecieron.
En las primeras décadas del Siglo XX, cuando en las milongas todo problema se resolvía a punta o filo de cuchillo, un pisotón o un empujón podía desencadenar una muerte; hoy, basta un gesto de disculpa con la mano o la cabeza, sin interrumpir el baile, para que la noche termine en paz.
Cuando el tango sólo se bailaba en los burdeles tampoco existía la tanda. Quien quisiera bailar a una mujer que danzaba con otro debía esperar o ir a pedirla, pero eran épocas de “guapos” y esto significaba una provocación que podía conducir a un duelo.
Lo normal era que el que estaba bailando cediera la dama. Si lo hacía de manera sumisa, era símbolo de cobardía y ella nunca volvería a bailar con él; si sostenía la mirada del otro con altivez significaba que estaba ofendido y reclamaba un duelo. No era necesario hablar, ambos se encontrarían al salir de la milonga y entonces hablarían los cuchillos.
Los guapos se disputaban las mejores y más lindas milongueras. Las mujeres que más duelos generaban eran más respetadas en los cabarets, y su prestigio aumentaba según el número de muertos que dejaran esas disputas.
Esos códigos desaparecieron y surgieron normas de convivencia en la milonga, como las tandas, que permiten a todos bailar con todas, y el cabeceo, gracias al cual la mujer no está obligada a bailar con cualquiera y el hombre no se arriesga a ser rechazado.
También hay más tolerancia ante el incumplimiento de éstos u otros códigos.
En Buenos Aires hay un circuito tradicional, de milongas de barrio, alejadas del centro y poco publicitadas, donde el ambiente es cerrado y el estilo siempre “milonguero”. Allí conservan los códigos y rituales, y quien no los respete corre el riesgo de quedar aislado.
En una de éstas, Salón Akarense, hace unos años llegó una pareja de brasileños y comenzó a bailar tango como en un espectáculo, con saltos, altos ganchos, pasos en “cucharita” y largas corridas. La pista se fue vaciando hasta que quedaron sólo ellos, quienes suponían que les dejaron lugar para admirarlos y continuaron con sus acrobacias; pero al terminar la tanda, cuando esperaban los aplausos, se acercó un señor mayor y les dijo algo así como: “¿terminaron su demostración? porque nosotros queremos seguir bailando tango”.
El circuito del centro y sus barrios cercanos, al que concurren muchos extranjeros, principiantes y turistas, es más comercial y abierto. Sus milongas mantienen los códigos pero nadie controla su cumplimiento estricto.
Por ejemplo, existe la norma de que los mejores bailarines caminen por el borde de la pista, pero si algún principiante ocupa ese espacio nadie se lo recrimina. Sin embargo, no tolerarían que una pareja bailase a “contramano”, es decir en el sentido de las agujas del reloj.
En este circuito hay milongas que no permiten ingresar con zapatillas o pantalones cortos y advierten en sus anuncios que los hombres deben vestir saco, a veces corbata, o “elegante sport”, pero hay otras que permiten todo eso y otras transgresiones.
Tal es el caso de La Viruta, donde vale todo, con o sin códigos, la música –que en la milonga se supone que debe permitir bailar pero también hablar en las mesas- ensordece hasta en el baño, y en la pista, más que bailar, se sobrevive entre patadas y empujones, y aún así es de las más concurridas. Para muchos no es una milonga sino una disco en la que se baila con música de tango y se hacen buenas relaciones sociales (verbigracia levantes).
Aunque el mito dice que el tango al principio se bailaba entre hombres, en realidad sólo practicaban entre ellos, porque como sólo lo bailaban las prostitutas, y fuera del burdel ninguna mujer decente aceptaba hacerlo, los hombres debían entrenar entre ellos. Ahora hay lugares donde las mujeres bailan entre ellas o invitan a los caballeros, además del crecimiento de las “milongas gay”, con sus característicos cambios de roles. Algunos de sus organizadores sostienen que es volver a las fuentes del baile entre hombres, aunque no aclaran que aquellos pioneros eran asiduos concurrentes de los prostíbulos, que no tenían ningún atractivo para los gay de la época (ni tampoco para los actuales).
Algunos organizadores mantienen la tradición de sentar a las mujeres de un lado, los hombres al frente y las parejas y grupos en los costados. El cabeceo es allí indispensable, ya que el código prohíbe ir a la mesa de la dama para invitarla, porque ella lo considerará una falta de respeto y lo rechazará.
Aunque el cabeceo sugiere que el hombre elige con quien bailar, es la mujer quien escoge al que la invitará a la pista, porque él, antes de cabecear, debe esperar a que ella lo mire y así le abra la puerta para la propuesta. En su obra “Diario de un seductor”, Soeren Kierkegaard destaca la importancia de la mirada en el inicio de una seducción, y el tango es seducción desde antes de entrar a la pista.
El cabeceo debe hacerse justo cuando se cruzan las miradas y con precisión hacia una sola mujer. En el libro “El Bazar de los Abrazos”, de Sonia Abadi, se critica al que, “inseguro de su baile tanto como de su puntería, tira una perdigonada al montón, sembrando el caos en las mesas de mujeres, que se señalan el pecho preguntando ¿a mí? En el peor de los casos se levantan dos y una queda ‘pagando’”
Si una mujer le sostuvo la mirada a un caballero y él no la cabeceó, ella no volverá a darle oportunidad, en tanto un señor borrará de sus objetivos a la dama a la que miró varias veces y lo ignoró o desvió la mirada cuando él la cabeceó. Hay hombres que se empecinan en pasar repetidamente ante una mujer y se detienen con descaro frente a ella esperando la mirada que le permita invitarla, cuando deberían saber que con su indiferencia ya les han dicho “no”, y no lo mirarán aunque haga suertes de malabarismo o se pare sobre sus manos frente a ella.
Cuando dos personas que frecuentan las milongas inician una relación sentimental, y esto trasciende en el ambiente, ya nadie cabecea a la mujer y ninguna dama mira al hombre para que la invite. Tanto por respeto, porque ambos ya tienen “dueño”, como por no invertir ilusiones inútilmente, ya que una posible seducción resultaría sumamente complicada.
Un milonguero que iba siempre solo y bailaba muchas mujeres, llevó una noche a una amiga a conocer una tanguería. Se sentaron juntos y él le dijo que observara cómo sacaba a bailar alguna dama, pero tras recorrer todo el salón regresó sin lograr su cometido, porque ninguna lo miró. La explicación es que ellas –que siempre aceptaban sus cabeceos- lo vieron llegar con una mujer y compartir una mesa y supusieron que había formado pareja.
Los caballeros nunca sacan a bailar a la mujer de un amigo, porque el tango no es sólo baile sino seducción, y no se seduce a la pareja de un camarada. Otro código de mesa de hombres señala que tampoco se invita a bailar a una mujer que le gusta a uno de sus compañeros, al menos hasta que quede claro (rebote mediante) que éste no tiene oportunidad alguna con ella.
También las damas son solidarias, y cuando en una mesa femenina alguna confiesa que gusta de un milonguero, sus compañeras lo ignorarán y evitarán ser invitadas a bailar, al menos hasta que también se defina la situación.
Mientras se baila no se habla, indica un código, para eso está el “entretango”, la pausa entre el final de un tema y los primeros acordes del siguiente, donde las preguntas frecuentes son el nombre, hábitos milongueros, ocupación y, en el caso de extranjero/as, de dónde vienen y cuánto tiempo permanecerán en el país. Pero el diálogo no debe durar mucho tiempo, porque se puede entorpecer el movimiento de otras parejas, por lo que se hace en varias etapas.
Mientras en las discos y salseras la música es ensordecedora en todo el salón, en la milongas el musicalizador debe mantener un volumen que lleve a la melodía a dominar la pista, pero permita conversar en las mesas, ya que además de lugar de baile también son un punto de encuentro. El código del silencio alcanza a las mesas cuando hay una exhibición o una orquesta en vivo.
Estos códigos, que según quien los mire pueden parecer extraños, divertidos, ridículos, respetables o atractivos, no fueron escritos e impuestos por una academia o legislatura ni surgieron espontáneamente, son el reflejo de una cultura, a cuya evolución los milongueros se van adaptando, aportando y perfeccionando mediante su repetición en cada noche de tango.-
ageo
Por Gustavo Espeche Ortiz
(Publicado en la revista "La Cadena", de Holanda, especializada en tango bailado)