domingo, 17 de abril de 2011

EL BOSQUE PETRIFICADO MAS GRANDE DEL MUNDO ESTÁ EN CHUBUT


 El sur de la provincia de Chubut fue alguna vez fondo marino, luego una selva con lagos y pantanos en un clima subtropical y finalmente un desierto de rocas áridas, en el que como testimonio de ese pasado de decenas de millones de años hoy queda el bosque petrificado más grande del mundo.



 En la soledad de la meseta del sur de Chubut, a unos 150 kilómetros al oeste de Comodoro Rivadavia, la ruta provincial 26 hace una curva cerrada tras la cual surge a la vista el verde valle del río Senguer, regado por una red de canales originados en este curso de agua, en el que dos grandes lagos flanquean una de las ciudades más antiguas de la Patagonia: Sarmiento. A 30 kilómetros de allí, en un ambiente agreste, seco y pedregoso, se encuentra el mayor bosque petrificado del mundo.
La ruta corre lejos del lago Colhué Huapi y antes de bordear el Musters pasa por el acceso a Colonia Sarmiento, tal el nombre con que fue fundada en 1897 esta comuna de unos diez mil habitantes. En su valle se cultivan hortalizas y frutas, se cría ganado ovino y bovino y constituye un oasis para quien haya soportado durante horas el intenso viento seco del desértico Corredor Central de la Patagonia, especialmente si viaja sobre dos ruedas, como fue en este caso. Pero si la meta es el Bosque Petrificado José Ormaechea se debe continuar de la entrada un centenar de metros y girar a la izquierda, hacia el sur, y rodar otros 30 kilómetros por un camino de ripio.
Al alejarse del valle, el verde desaparece y nuevamente el terreno se torna rocoso, con tonos grises y amarillentos, y la escasa vegetación la conforman arbustos retorcidos y matas bajas, espinosas y polvorientas. El canto rodado obliga a bajar la velocidad para no derrapar o caer en las curvas, donde el viento acumula sobre el suelo duro varios centímetros de piedras ovales y suaves que desestabilizan cualquier vehículo.
Pronto aparecen las típicas mesetas escalonadas y sierras aisladas de la Patagonia, precedidas por un conjunto de leves lomas de estratos rojizos y ocres, con finas franjas blancas, que contrastan con el cielo azul impecable del mediodía. Cada capa fue conformada en un período geológico de duración inconcebible para los tiempos humanos, por lo que se podría decir -parafraseando a Napoleón ante las pirámides egipcias- que desde esos estratos, unos cien millones de años nos contemplan.
Al final del camino, aparece el valle que una vez fue fondo marino, donde al retirarse el océano quedaron lagos y pantanos en un clima subtropical, que albergaron una fauna variada -probada por los muchos hallazgos paleontológicos de la zona- y una selva con coníferas y palmeras que llegaban a los cien metros de altura. Al surgir la cordillera de los Andes en la Era Paleozoica o Terciaria, hace unos 70 millones de años, los vientos del Pacífico perdieron su humedad al oeste de las montañas y azotaron áridos y furiosos la región, lo que sumado a erupciones volcánicas acabó con ese vergel.

ARBOLES DE PIEDRA
En la entrada de la reserva natural se encuentra la casilla de los guardaparques, donde hay que estacionar e iniciar el recorrido a pie con un guía, que puede ser de la municipalidad o particular contratado en la ciudad. El bosque petrificado Ormaechea no es -aunque su nombre lo sugiera- un bosque, es decir un conjunto de árboles de piedra, como esculturas enhiestas, sino sus restos tras un proceso de fosilización.
El circuito turístico, de unos dos kilómetros con media docena de miradores, algunos de los cuales permiten observar en toda su amplitud el Valle Lunar, cuenta con unos carteles con referencias para autoguía. Sin prisa, se puede completar el recorrido en algo más de dos horas.
Pero el bosque es mucho más grande: Tiene unos 80 kilómetros de norte a sur por cuatro de ancho, y alberga decenas de miles de troncos, ramas, astillas, frutos y semillas fosilizados. Los millares de gruesos troncos, de tonos marrones, rojos y amarillos, descansan junto al sendero o dispersos por el valle, salvo algunos que por su tamaño o forma especial fueron colocados en puntos claves para una mejor observación.
El perfecto estado de conservación engaña la vista, ya que parecen rollizos o leños cortados y secados recientemente, en algunos casos con su corteza y ramas diminutas, pero basta tocarlos para sentir la frialdad mineral o golpearlos suavemente con una astilla para oír el sonido seco del choque entre dos piedras. En algunos troncos cortados transversalmente se ven con claridad los anillos de su crecimiento, mientras en otros la erosión horadó ventanas de variado tamaño o huecos longitudinales que los asemejan a rústicos tubos.
El fuerte viento patagónico puede convertir en pocos minutos una tarde de sol radiante en una opaca y encapotada, o llenarla de rápidas nubes que se deslizan sobre las formas del valle en un verdadero juego de sombras que magnifica la belleza del lugar.

IMPACTO AMBIENTAL
Los senderos turísticos están delimitados con pequeñas piedras o restos de los mismos fósiles y carteles, y los guías destacan que es importante no salirse de ellos aunque el terreno parezca de arena firme, porque es peligroso. No para la gente, sino para el ambiente, porque esos arenales pueden estar llenos de semillas, hojas y diminutas astillas fosilizadas, que se romperían o se perderían en los calzados de los desaprensivos visitantes. Como en el cuento de Ray Bradburry en que un hombre pisó una mariposa en el pasado y puso en riesgo el mundo presente, acá muchas pisadas en el suelo presente pueden destruir una parte importante del pasado millonario de la Patagonia.
Sin embargo, la mayor depredación sucedió en la década del 60, con el auge petrolero en Chubut, cuando los empresarios del sector descubrieron el lugar y los camiones salían cargados con grandes fósiles que iban hacia el exterior, ante la vista impotente de los lugareños. Para evitarlo, en 1970 el valle fue declarado Reserva Natural Provincial.
Pero parte del daño también es responsabilidad de los mismos patagónicos, ya que en los poblados cercanos y aun en Sarmiento, hace pocos años numerosos vecinos ostentaban en sus jardines y frentes algún trozo de madera petrificada, que ahora muchos trasladaron al patio trasero o a algún sitio oculto, y quizás unos pocos los devolvieron a donde deben estar, porque gracias a una importante campaña municipal de concientización la depredación no sólo es ilegal sino también algo vergonzoso.
En los últimos tiempos, Sarmiento incorporó un equipo de guardaparques y guías oficiales, lo que hizo disminuir en gran medida la “depredación hormiga” que practicaban muchos de sus cerca de 10 mil turistas anuales, a veces con un guiño cómplice del guía, que falto de conciencia ambiental sólo pensaba en la propina que recibiría.
También la naturaleza impacta a su manera esta reserva, ya que en invierno la escasa humedad se condensa en las grietas de las maderas petrificas, donde se transforma en hielo y a veces éstas estallan por la presión, por lo que cada año algunos troncos son convertidos en astillas.
El polvo que el viento levanta de este desolado valle se expande imperceptible por la región y genera unos hermosos crepúsculos rojo sangre, más bellos aún si se reflejan en sus lagos, donde bandadas de aves zancudas se elevan contra el sol en el momento exacto para la postal.-



Por Gustavo Espeche Ortiz
Publicado en la Revista Rumbos y, en menor tamaño, en la Agencia de Noticias Télam

sábado, 9 de abril de 2011

LIHUÉ CALEL ES UN OASIS EN EL DESIERTO DE LA PAMPA SECA

 Unas elevaciones azuladas, como una pincelada apenas más oscura que el cielo, se destacan en el lejano horizonte de la pampa seca, cubierta de bajos pajonales hasta el fin del mundo visual. Tras un largo viaje por la ruta solitaria pueden parecer otro espejismo de los que la mitología urbana adjudica a todos los desiertos, pero son reales: las sierras de Lihué Calel.




En el centro sur de La Pampa, una de las zonas más yermas del país, estas serranías lindantes con un salitral mantienen un microclima especial, una bocanada de humedad con una biósfera tan compleja como sensible que motivó la creación del Parque Nacional Lihué Calel para protegerla. Con pequeños bosques y dos arroyos que no siempre tienen agua, sus 20 mil hectáreas son hábitat de una variedad faunística insólita para la región: 173 tipos de aves, 42 de mamíferos, 25 de reptiles y cuatro de anfibios, además del 50 por ciento de las 850 especies que componen la flora de la provincia.
También hay restos arqueológicos de los primeros habitantes de esas tierras, como enterratorios y pinturas rupestres, y los que quedaron de la historia posterior, que incluye la dinastía de los Curá, las rastrilladas indígenas, la Campaña al Desierto y la estancia Santa María, expropiada en 1964 por la provincia y luego traspasada a Parques Nacionales.
Las sierras no son un espejismo, pero su imagen no está exenta de las ilusiones ópticas con que juegan todos los desiertos, porque no son tan altas como parecen desde la ruta al contrastar con la hasta entonces infinita llanura, ya que la más elevada no llega a los 600 metros. Luego, de cerca, se comprobará que tampoco son azules.

LA RUTA DE LA MUERTE
En un recorrido que para el centralismo capitalino podría ser un “viaje al revés”, esta aproximación a Lihué Calel no es la típica desde Buenos Aires, con parada en Santa Rosa -como sugiere la mayoría de las guías- sino desde el sur, entrando desde Río Negro y rodando los últimos 120 kilómetros hacia el este por una recta interminable de la ruta nacional 152.
Durante horas, el camino es una línea gris que avanza por suaves lomas entre dos llanuras simétricas de matorrales opacos, a veces cubierta por espesas nubes de polvo amarillento generadas por lo que queda del viento patagónico, que aún en esas latitudes se hace sentir con fuerza con el gentilicio de El Pampero. A la 152 todavía la llaman “la ruta de la muerte” -como a otras en varias provincias- debido a su historia de accidentes fatales  causados por la monotonía y soledad del trayecto, que derivan en sueño o entumecimiento de reflejos en los conductores, aunque también por el viento.
Tras esa recta aparece Puelches, que a pesar de su aspecto de pueblo fantasma es una parada obligada debido a su estación de servicio y su cafetería, que garantizan la continuidad del viaje hasta una próxima urbe. Los siguientes 35 kilómetros pasan rápido y luego de una seguidilla de curvas y contracurvas aparece a la izquierda una construcción semejante a una tranquera, que es la entrada al parque, al que varias cartografías y la Dirección Nacional de Vialidad Nacional se empeñan en llamar Lihuel Calel.

EL OASIS
Dentro de la reserva, un camino de ripio en suave pendiente baja hasta el pedemonte, donde junto al arroyo Namuncurá -un agonizante hilo de agua entre rocas y pastos- se encuentra el camping, con sus mesas, sanitarios y duchas, en medio de un bosque de caldenes y sombras de toro, bajo los cuales la retama y la hierba lucen un verde fresco y zumban numerosos insectos que se guarecen del calor. Sobre un promontorio cercano está la oficina de los guardaparques.
Ya en el camping las sierras pierden su tono azulado y en sus numerosas rocas de origen volcánico fragmentadas predomina el rojo oscuro, con espacios verdosos, blancos y amarillos, según los líquenes, residuos salitrosos y minerales de su superficie.
Con un poco de audacia y bastante agua de reserva, en las tardes es posible recorrer los seis kilómetros de la senda peatonal que bordea el Namuncurá, al final de la cual, siguiendo el curso del Arroyo de las Sierras hacia la izquierda, se caminará por el sendero de interpretación Valle de las Pinturas. A la derecha de éste se verán los restos del casco de la estancia Santa María.
Ese recorrido conduce a las pinturas rupestres y cuenta con carteles indicadores y explicativos sobre estas obras, que están al final de sus 600 metros, bajo un alero natural de piedra. En los petroglifos, de más de mil años de antigüedad, predominan las líneas negras sobre ocres y rojo ladrillo intenso, con figuras a veces geométricas, similares a guardas, y círculos concéntricos. 
El ascenso al cerro De la Sociedad Científica es uno de los paseos más interesantes y culmina en el mirador natural de la cima, a 590 metros de altitud, desde donde se domina con la vista todo el parque y sus alrededores. El cielo está siempre dominado por los rapaces de la región, como águilas, jotes, caranchos y halcones, que sobrevuelan en círculos en busca de alimento o simplemente flotan aprovechando las corrientes de aire cálido.
Si bien la subida demanda una caminata de mediana dificultad de unos mil metros de extensión total, es recomendable hacerlo muy temprano, porque en las horas más tórridas el visitante corre riesgo de una insolación o deshidratación, ya que difícilmente pueda portar toda el agua necesaria.
Otra opción es el recorrido circular del Valle de los Angelitos, que parte de las oficinas de los guardaparques, en el cual se pueden avistar desde muy cerca, bajo caldenes y sombras de toros, familias de guanacos, jabalíes y hasta algún ciervo colorado descansando en la quietud de la siesta, semioculto entre espinales y alpatacos. Como todos los recorridos, se puede realizar a pie, pero sus aproximadamente 15 kilómetros hacen aconsejable utilizar algún vehículo
El parque alberga otras especies que sólo se pueden ver con más paciencia o suerte, entre ellos el zorro gris, el ñandú, la mara y la iguana colorada. Otras, nunca se acercan a la zona de uso público, en especial felinos, como el puma, el gato del pajonal y el gato moro, aunque su presencia está comprobada dentro de las 20 mil hectáreas de la reserva, que con la  anexión del vecino Salitral de Levalle  serán más de 32 mil. 
A diferencia de otros parques nacionales, nadie va a Lihué Calel de vacaciones. La mayoría de las visitas son gente de paso, que ha aumentado desde que la ruta fue arreglada y muchos la utilizan para ir a San Carlos de Bariloche, o quienes lo hacen por un motivo puntual, como los fanáticos de la observación de fauna y estudiosos de la biodiversidad.
También llegan contingentes de alumnos de colegios y universidades de La Pampa, en salidas de esparcimiento y contacto con la naturaleza o como parte de su formación. 
Como el acceso y uso del camping son gratuitos, a veces paran viajeros a quienes la noche los alcanza en la Ruta de la Muerte y, aunque ahora está asfaltada, bien señalizada y más concurrida, el mote no deja de inquietarlos y prefieren no conducir y pernoctar en ese pequeño oasis.



Por Gustavo Espeche Ortiz
Publicado en la revista Rumbos y en la Agencia Télam