Todo es sinuoso: Las calles estrechas, el laberinto de sus manzanas irregulares, sus frentes e interiores, los utensilios y los antiguos cuchillos de guerra, las alfombras que cuelgan de balcones, las serpientes encantadas por falsos flautistas, los cuerpos que duermen en las calles y el baile al ritmo de las darbukas.
En Marrakesh, también son ondulantes las dunas que la rodean y las filas de sulkis verdes con sus caballos ornamentados con vivos colores, que compiten con los taxis entre la estación de trenes y la plaza central, y es ondulante la multitud que se mueve lentamente por las angostas callejuelas y pasajes del zoco de esta milenaria urbe que le dio al país su nombre, que traducido al castellano se dice Marruecos.

En una calle atestada, un hombre aparece de pronto frente a dos europeas y les ofrece, con gesto entusiasmado e inocente, una serpiente viva extendida entre sus manos, pero las mujeres se espantan y se alejan. Su dueño no quería vender el ofidio sino "prestarlo" para una foto a cambio de unas monedas.
El centro neurálgico de Marrakesh es la Plaza de los Ajusticiados (Yamáh Il Naf), el paseo más famoso del norte de África, una mezcla de mercado multirubro y actividades circenses, cubierto por el también sinuoso humo de sus cocinas al aire libre que se eleva desde avanzada la tarde y esparce su aroma a especias.
Un pequeño mono con un fez en la cabeza resulta más simpático que la serpiente y algunos extranjeros, en especial niños, posan junto al simio y su dueño recibe las propinas. Al instante se acerca una mujer envuelta en un manto negro, con velo y chador del mismo color, a ofrecer una pulseras artesanales de plata o alpaca.
El aguatero, que vestido a la usanza antigua reparte agua con un cucharón y vasos de bronce, obtiene más monedas por las fotos que se deja sacar que por el líquido vendido, ya que la mayoría de los turistas prefiere agua mineral envasada.
En la plaza hay pirámides humanas, encantadores de serpientes, equilibristas, lanzallamas y diversos artistas callejeros que repiten constantemente sus destrezas para que el público los premie con dinero. Siempre algún niño o socio local está próximo a los artistas para "recordar" a los distraídos que el espectáculo es "a la gorra".
En medio del barullo del gentío y el olor picante de las comidas en preparación también hay prestidigitadores, ilusionistas y jugadores de cartas, damas, ajedrez y backgamon, que compiten con jugadores locales o visitantes y hacen apuestas que generalmente ganan.
En el centro de algunos círculos conformados en su mayoría por adolescentes y niños, los ancianos contadores de historias relatan sucesos ancestrales como una forma de transmitir las tradiciones y cultura a las nuevas generaciones.
PROPINAS, LIMOSNAS Y COIMAS
Quienes no tienen nada que exponer a cambio de dinero se ofrecen como guías para los extranjeros y aunque éstos los rechacen se mantienen junto a ellos y los presentan a los dueños de los comercios, a quienes luego exigen una comisión por haberles llevado clientes. A veces, éstos los echan si el comprador prefiere tratar en forma directa, para ahorrarse la comisión y poder hacer una rebaja tentadora, en el siempre presente y casi obligatorio juego del regateo

Por último, aunque menos numerosos que los anteriores, están los mendigos, de todas las edades y sexo, que esperan en sus puestos fijos o recorren las calles pidiendo. Muchos permanecen junto a las puertas de mezquitas, ya que en el Islam es muy valorada la caridad de sus fieles.
Sobre el murmullo general se oyen unos gritos más fuertes y se ve correr a la mujer de velo y chador negros. Un policía le corta el paso y le hace soltar una decena de pulseras que ofrecía, que ella asegura le pertenecen, pero con sigilo se pierde nuevamente entre la multitud, sin mucho interés por las piezas incautadas.
El agente devuelve las pulseras a un comerciante, que le da unos billetes arrugados que el policía estira y guarda en su bolsillo con gesto de quien recibe una justa recompensa por el deber cumplido. Las "propinas" en público a funcionarios son algo habitual en Marruecos.
Un ejemplo: en el aeropuerto de Casablanca, personal de aduanas descubrió que un pasajero llevaba en su maletín objetos por los que no había pagado impuestos, y el hombre, sin disimulo, sacó su billetera y extendió varios billetes al jefe del equipo, quien con un gesto de su cabeza le permitió cerrar su valija y
seguir hacia el avión.
EL REGATEO Y LOS GUIAS
En Marrakesh, como en cualquier otra ciudad marroquí, no hay precios fijos. Todo depende de la negociación de partes o de la cara del comprador, tanto para un viaje en taxi -ningún taxímetro funciona-, la compra de una alfombra, una excursión o el servicio de un guía para no perderse en el laberinto de la ciudad vieja. Quien llegue en tren, más de una hora antes de arribar a destino será abordado en su compartimiento por hombres que le ofrecerán hoteles, paseos, comedores, artesanías o alfombras, entre otros productos, y al llegar a la estación, aunque no lo haya pedido, le habrán reservado un sulky para ir al centro.

Si bien es necesario cuidar la cartera y esquivar timadores, charlatanes, jugadores y prestidigitadores que intentarán quedarse con el dinero del extranjero, también hay gente dispuesta a compartir su comida sin cobrarle.
A la hora de la cena, cuando la gente se aglomera en los tablones que hacen de mesa frente a los puestos callejeros, basta con arrimarse a oler con placer e interés el vapor de la comida de un lugareño para que éste le ofrezca un pan y arrime el plato al visitante para compartir la comida.

Marrakesh El Hamra (Marruecos la Rosa, tal su nombre completo), la puerta al desierto, fue fundada en 1062 y mantiene el ritmo de vida surgido de la mezcla de filosofías y culturas almorávide, bereber y árabe, y siempre puede asimilar la huella que cualquier visitante sea capaz de dejar, ya que aún hoy es un punto de transición entre civilizaciones.
La "Perla del Sur" de Marruecos conserva también sus suntuosos monumentos, como la mezquita Kutubía, desde cuya torre se domina toda la ciudad y la planicie hasta las montañas del Atlas; el Palacio de Al Abadí y las tumbas Saadíes, todo dentro de la muralla rojiza de seis metros de alto y 13 kilómetros que la rodea desde sus orígenes.
Por Gustavo Espeche Ortiz
Publicado por la Agencia de Noticias Télam - Argentina
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