viernes, 8 de julio de 2011

POBRE AGUSTÍN - Cuento


POBRE AGUSTÍN

Rocío parecía dormida cuando la deslicé por la ventana. Unos segundos después yo también me desmayaba sobre el césped, para despertar en la ambulancia poco más tarde, mucho antes que ella, que despertó en el hospital, donde alguien le contó sobre Agustín, pobre. Desde entonces nada pudimos reconstruir, ni siquiera el chalé o las pinturas, que hubiera sido lo más fácil. 

Ahora, el doctor Morales dice que por el momento lo mejor es decirle que sí y darle la razón en todo y esperar, que en algún momento el tratamiento puede empezar a dar resultados. Pero él no sabe lo que es estar de este lado y tener que fingir, como una rutina, que cada uno de nosotros es lo que ella supone. Para él es simple: Me pide que imagine qué sucedería en mi cabeza si la situación fuese a la inversa, qué sentiría yo si de repente me dijeran que yo no soy quien creo ser, que no soy quien yo sé que soy y que quienes me rodean tampoco son lo que yo pienso. "Si usted fuera el afectado, el confundido, el que sufrió el shock ¿eh? haga la prueba y entenderá por qué es mejor avanzar de a poco y por el momento contenerla. Haga como el resto de la familia, que lo hace muy bien". Muy fácil para ellos mantener estable la relación con Rocío. Mamá la trata como si fuera su hija, con total naturalidad, y a Alicia le es más fácil aún comportarse como si estuviera con su hermana menor y no su cuñada, pero yo no puedo seguir fingiendo que soy su hermano Agustín, pobre; yo soy el marido, yo la amo como mujer, no como hermana, yo necesito su mirada apasionada, sus brazos, su piel y su calor por las noches.

A mi cada vez me cuesta más contenerme cuando me dice "hasta mañana Agustín, que duermas bien", y sólo lo hago por la mirada preocupada y suplicante de mamá. Morales es licenciado y doctor y tiene muchos años de estudios y de carrera, pero a veces pienso que lo mejor sería seguirla al dormitorio, abrazarla con fuerza y suavidad otra vez hasta sentir crujir sus huesos y acariciarla nuevamente rodando entre las sábanas y mientras nos amamos hacerle recordar quiénes somos, y creo que quizás entonces ella sonreiría y me reconocería y le parecería increíble haberme confundido. Pero él siempre que no, que así empeorarían las cosas, que "imagínese si a usted alguien le revelara una verdad así; sería capaz de cualquier cosa ¿no? bueno, no juguemos con fuego, Mauro... oh, perdón, no quise decir...", agrega arrepentido cuando se le escapa esa muletilla.

Fuego es mala palabra en casa de mamá, donde vivimos todos desde hace más de un año, exactamente desde un día después que Agustín, pobre, no pudo salir de la casa, el chalé que siempre había querido Rocío y que habíamos elegido prácticamente entre los tres, tan amigos; tan amantes ella y yo y tan hermanos los tres; tanto, que casi lo teníamos de huésped permanente, durmiendo en el dormitorio contiguo varios días a la semana o quedándose hasta la madrugada en mi taller del altillo, ensayando mamarrachos sobre alguna tela que yo le dejaba en el atril para que practicara. Mis pinturas no eran tan buenas como para convertirme en un artista de renombre, pero sí para exponer de vez en cuando y además me habían servido para atraer a Rocío, deslumbrada por el arte cuando nos conocimos, todavía adolescentes los tres. Agustín, pobre, creo que la celaba al principio y por eso se acercó a mí, para protegerla, para espiarnos, para cuidarla. Y se acercó tanto que terminamos amigos, y luego cuñados.

Pero ahora Rocío está muy lejos de todo eso. Creo que terminaré por hacerle caso a Morales y aceptar que quizás no tiene cura, que quizás debo empezar a pensar que, como mamá y Alicia, me veré en la obligación, en la resignación, de cumplir el rol de hermano de Rocío con la misma entrega que ellas hacen de madre y de hermana, tanto que a veces hasta cuando están solas actúan sin necesidad, por simple inercia, como si realmente creyeran esta comedia, a tal punto que a veces hasta hablan de mí como si fuera Agustín, pobre. Pero a ellas poco les interesa que la realidad sea otra, si casi no les hace diferencia. Yo soy el único que se niega a sumarse a la farsa, a meterse la farsa en la piel como lo hicieron ellas. A lo sumo me limito a asentir ante las mentiras y a desearla, y aunque no se lo digo sé que mi mirada me delata, porque noto su preocupación, fastidio y hasta un poco de miedo. Claro, si para ella soy el hermano que se volvió loco; para ella su marido murió aquella noche. Aún recuerdo que cuando nos reencontramos en el hospital todos creían que era yo el shockeado, el confundido; yo, que había llegado consciente tras un breve desmayo, sólo golpeado tras la caída desde la ventana por la que salté al jardín después de descolgarla a ella envuelta en una sábana, ya sin sentido y al borde de la asfixia, sin poder hacer nada por Agustín, pobre, seguro que encerrado en el taller, sin otra salida que la escalera imposible de atravesar. Fue en el hospital donde alguien se lo contó y entonces algo se quebró dentro de ella y cambió los roles y cuando entré a su sala me miró confundida y sólo aceptó un abrazo fraternal, para de inmediato preguntar desesperada por Mauro, por mí, que estaba a su lado, confundiéndome para siempre con su hermano Agustín, pobre, antes de volver a desmayarse. La dejé en manos de los médicos y ya no pude verla hasta el día siguiente, en el funeral, al que fue con luto de viuda.

Luego vinieron los meses de letargo, de virtual autismo, en casa de mamá, sin querer hablar del tema, esquivando mis acercamientos, comportándose como si fuera mi hermana y después aceptando, a regañadientes, más enojada con mamá y con Alicia que conmigo, la presencia de Morales, con su terapia familiar, sus charlas grupales e individuales, diciendo una cosa a todo el grupo y luego algo distinto a ella y a cada uno de nosotros, pero sin resultados hasta ahora. Supongo que a mamá y a Alicia también les pedirá que se imaginen cada una en la situación de Rocío, como siempre me lo reitera. Pero para ellas es fácil, porque da casi lo mismo una nueva y repentina hermana que una cuñada, o que la nuera se transforme en una hija adoptiva, especialmente si no se ha perdido a nadie. Pero a mí no me da lo mismo una hermana que nunca había tenido a cambio de la mujer amada que me niego a perder.

Amaba a Rocío desde nuestra adolescencia, cuando Agustín se las arreglaba para estar siempre entre nosotros, para cuidarla, porque parecía no aceptar que su hermana se volviese mujer y deseara a un hombre como cualquier otra joven. El suponía que ella podía vivir al margen del deseo y trataba de conservarla, porque cuando ella amara a alguien lo dejaría, entregaría su cuerpo y sus sentimientos y entonces él se quedaría sólo; porque Agustín, pobre, parecía incapaz de vivir con otra mujer; pero ella, irremediablemente, gustaba de los hombres, y entonces él se veía obligado a estar siempre con ellos, a hacerse amigo de sus novios, para no perderla; hasta que ella terminó por acostumbrarse, hasta que ellos tuvieran que acostumbrarse, o irse, que era lo que siempre ocurría. Pero yo no me fui, acepté su compañía, compartí salidas con él, vacaciones con él, mi coche con él, mi cuarto de soltero, luego mi casa y mis pinturas con él, y Agustín, pobre, aceptaba todo gustoso, aunque sentía que a cambio compartía y perdía, inevitablemente, la mujer que había en su hermana. Sin embargo, en esa competencia implícita yo resulté perdedor mucho después, la noche de la tragedia, cuando él, pobre, no pudo salir de la casa y entonces ella me transformó en su hermano y empezó a llamarme Agustín y mamá y Alicia me convencieron que aceptara que ellas, delante de Rocío, hicieran lo mismo.

Desde entonces, nada pudimos reconstruir. El chalé, hubiera sido fácil, pero siento que no tiene sentido; con las pinturas lo intenté pero es como si el fuego que consumió el altillo hubiera quemado también parte de mi talento, y las nuevas pinturas no son comparables a las que se perdieron, algo que escuché comentar a mamá y Alicia las pocas veces que entran al nuevo taller, en su casa. Rocío nunca entró a verlas y creo que ya no se deslumbraría como con las anteriores.

Quizás aquella noche, en el taller del altillo, Agustín intentaba imitar mi técnica para impresionar a su hermana como lo había hecho yo; quizás esa noche que se quedó más tarde que nunca supuso que con lo que había aprendido era suficiente, que ya podía reemplazarme y entonces, al escucharme salir del dormitorio hacia el baño se asomó y me llamó en silencio para que Rocío no despertara, y Mauro subió la estrecha escalera alfombrada apoyando suavemente la planta de los pies, para no hacer ruidos, apenas un crujir de la madera, y con los ojos entrecerrados por el sueño preguntó qué quería, y cuando vio la pintura que acaba de terminar lo felicitó por compromiso, como para sacárselo de encima a esa hora de la madrugada, con el gesto soberbio y comprensivo del experto profesional ante el aprendiz, la hipocresía complaciente del que se siente superior, del que sabe que puede hacerlo mejor, del que ha desplazado al prójimo del único lugar que tenía en el mundo, de quien le quita la mujer amada a otro hombre y lo palmea para consolarlo. Entonces Agustín supo que tampoco así lo conseguiría, que de nada le serviría haber copiado su técnica en el lienzo, que de ninguna manera lo lograría, porque Rocío, dormida, esperaba a su hombre junto al espacio tibio que había dejado en la cama ese hombre que miraba con suficiencia y hasta con piedad sus pinturas; entonces se enfureció y tomó el único camino que le quedaba y lo golpeó desde atrás con la botella de aguarrás que se rompió derramando el líquido inflamable por la escalera mientras Mauro se desvanecía al pie del atril; y al verlo caído supe que ésa era la solución, que ya no competiría con él, que no sería necesario, porque ocuparía su lugar e iría al baño como él iba a hacerlo unos minutos antes, pero no subiría al altillo donde Agustín se entretenía con sus mamarrachos, sino que regresaría a acostarme junto a Rocío, que me esperaba para que ocupara ese espacio tibio, donde yo me deslizaría mientras ella, en medio de su sueño pesado apenas se movería para hacerme lugar y acomodarse a mi cuerpo, quizás con algún murmullo incomprensible, y yo la abrazaría hundiendo mi cara entre sus cabellos cálidos para continuar el sueño compartido, hasta despertarme sobresaltado por los golpes en el altillo, donde Agustín, pobre, se habría dormido, quizás con un cigarrillo encendido junto a los diluyentes, que son tan volátiles. Entonces sentí el ardor del humo en los ojos, el olor irritante y el ruido del incendio que consumía las maderas del chalé y lo intenté, por supuesto, pero la escalera era una sola llamarada que yo tampoco podía atravesar. Entonces lo único que pude hacer fue salvar a Rocío, ya desmayada por el humo, y saltar para salvarme yo también, para seguir cuidándola, porque nos quedábamos nuevamente solos, como en la adolescencia, cuando Mauro no existía y yo era todavía Agustín, pobre, que intentaba inútilmente escapar de las llamas en el altillo.-


Por Gustavo Espeche Ortiz
Tercer puesto en el X Premio Internacional Julio Cortázar
Santa Cruz de Tenerife - España
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