Estrechos desfiladeros entre altos paredones, arcos de piedra, senderos
por caminos de cabras y vistas a prados donde el verde es vegetal distinguen a la Quebrada de Don Eduardo
de otros circuitos del Parque Nacional Talampaya, caracterizados por su
magnitud y el rojo apenas veteado por otros tonos minerales.
Se trata de uno de los últimos recorridos habilitados en esa reserva del centro sur de
Ese sendero marcado por el tiempo en un abra entre piedras, algarrobos,
arbustos y matorrales autóctonos, se estrecha y pierde vegetación a medida que asciende y deja ver algunas geoformas de un tamaño inferior a las famosas "El
Monje", "La Torre "
o "El Rey Mago", entre otras del cañón central.
"La Abuela ", con su nieto en brazos, y la llamativa "La
Tortuga , el sapo y el lagarto", que semeja a estos tres
animales encimados, son algunas de las pocas geoformas que despiertan curiosidad en el
visitante, ya que el fuerte de esta quebrada no son las figuras sino los
cambios en la morfología y la dificultad del sendero.
Este circuito se recorre sólo a pie y con guía autorizado, ya que no es un
camino apto para vehículos a motor y en algunos lugares hay que trepar o
deslizarse por la roca, lo que también inhabilita a bicicletas. Se lo puede recorrer a caballo o mula aunque en partes por un camino alternativo, como lo hacía Don Eduardo, pero quedan unos cuantos recovecos sin conocer.
Uno de ellos es "El Auditorio", un espacio casi circular bordeado por altas paredes rojas, con una puerta natural de acceso y una salida, un par de
metros más arriba, por el lado opuesto. Allí, los caminantes deben trepar como
en una palestra, a veces ayudados desde arriba o desde abajo por sus compañeros,
aunque sin necesidad de cuerdas.
La acústica de este lugar genera ecos de voces y ruidos y, según los guías, es un
punto elegido por gente que hace meditación o busca “encuentros cercanos” al
menos a nivel espiritual, y es visitado por “habitués” del cerro cordobés
Uritorco -donde dicen que juguetean los OVNIS que visitan Argentina-, mentalistas, yogas y espiritistas, entre otros.
En los días en que el sol refracta y calcina en este parque de piedras,
resulta un espacio ideal para tomar un descanso e hidratación, ya que siempre sus
paredes brindan alguna sombra fresca.
Más adelante y siempre en subida, un grupo de grandes rocas desmoronadas hace
milenios formó un arco -que también podría ser un puente, según el punto de vista- que
constituye otro obstáculo para cualquier medio de transporte, ya que hay que
agacharse para atravesarlo como un corto túnel con inclinación ascendente.
Poco después se llega al punto más alto del recorrido: un mirador natural desde el que se puede ver en
toda su amplitud la parte menos conocida de los paredones del Talampaya, desde
afuera, como a espaldas del cañón, con todo el desierto rojo hacia el sur, además de otros murallones y formaciones aún no exploradas por el turismo.
Si el paseo es al atardecer, el sol en caída genera brillos y sombras
que tornan vivo el paisaje, que cambia con el correr del tiempo que parece
acelerarse en ese momento del día, y la quietud llama a quedarse a contemplar
el crepúsculo, cuya sangre se funde con el rojo de las rocas. Pero eso no es posible debido a los horarios de las excursiones
del parque, que cierra a las 18.
Como una compensación de la naturaleza al visitante, al iniciar el regreso se accede a otro de los mejores lugares
de la Quebrada :
un pasadizo estrecho que obliga a caminar en fila, casi rozando unas muy altas
paredes terrosas de estratos sedimentarios rojos en diversos tonos.
La visión de la altura permite también comprobar que esas altas paredes que desde abajo
parecen muy sólidas, en algunos casos están muy adelgazadas por la erosión y parecen tan frágiles como de papel pintado y todo hace suponer que les queda poco tiempo erguidas, hablando en términos
geológicos, es decir en unos pocos miles de años, si no interviene el hombre.
Donde los caminos superior e inferior se juntan y conforman el último sendero del circuito hay una pila o
amontonamiento de cantos rodados pequeños y medianos, que no es obra de la
naturaleza, sino de los turistas, que los acumulan porque a alguien se le ocurrió decir que
quien colocara una piedra en ese lugar vería cumplido uno o varios de sus
deseos.
Esto genera un peligroso daño ambiental que no puede ser ignorado por
los guías, quienes en lugar de incitar a los turistas a participar de ese absurdo ritual para divertirse, deberían recordarles que una de las premisas
de los parques nacionales es "no dejar huellas de nuestra visita. Nada se quita, nada se deja, nada se mueve".
En el último tramo hacia el punto de
partida reaparece la vegetación y se puede ver un cerro originalmente rojizo cubierto de un verde que
no es producto del óxido de cobre que aparece en muchos puntos del parque, sino
de vegetación. El guía explicó que se trata de plantas pequeñas que nacieron en médanos vivos, es decir arena movida por el viento, en especial el zonda, que corre con fuerza en el Talampaya, y que ahora con los matorrales y pastos enraizados puede que queden en forma permanente en ese lugar, dándole a la excursión otro toque que la hace diferente.
Por Gustavo Espeche Ortiz
Publicado en la Agencia de Noticias Télam
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